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Tribuna:LEY DE COSTAS
Tribuna
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Balance perspectivas de un proceso

La polémica suscitada por la ley de Costas, que tuvo su momento álgido durante el pasado verano, no parece que haya quedado zanjada definitivamente. El otoño invita a una reflexión sosegada.Tres han sido, a modo de balance, los argumentos básicos que, desde diferentes ópticas, han configurado la oposición a la ley. Por un lado se ha acusado a la norma de invadir el cuadro de competencias autonómicas y municipales. Se ha dicho, por otro, que la ley no respeta los derechos adquiridos, y finalmente se ha intentado difundir el mensaje de que va a suponer un obstáculo al crecimiento del turismo costero.

Tanto éstos como los criterios de los autores del texto legal han sido suficientemente aireados, y no merece la pena insistir en ellos.

Personalmente, creo más oportuno ahora analizar las dificultades para su aplicación, a la luz de otras experiencias análogas.

Con cierta perpectiva, y salvando las distancias, todo este proceso nos ha recordado a algunos el que hace unos cuatro años se inició con la ley de Aguas, aprobada en 1985. El paralelismo es tal, a mi juicio, que incluso se sigue manteniendo después de sancionadas ambas leyes, por ejemplo, en las dificultades que está encontrando la Administración en su aplicación. Veamos lo que puede suceder a partir de ahora.

Creo que, aun coincidiendo con la filosofía proteccionista de la ley, el modelo elegido puede bloquear su desarrollo e invalidar sus aspectos positivos.

Que la situación de deterioro de nuestras costas exigía un reforzamiento del carácter público de las mismas y de las medidas de protección parecía evidente; en esto han coincidido sectores muy diversos de opinión. Algunos, directamente responsables de dicho proceso de destrucción, lo han hecho con evidentes muestras de oportunismo y dudosa buena fe.

Ahora bien, la nueva ley, al fijar determinaciones tan concretas sobre usos del suelo e infraestructuras en la franja costera" constituye de hecho una especie de nueva ley del suelo, vigente sólo en una porción del mismo. Y lo hace en un territorio complejo en el que se produce una fuerte concentración de la población Y, también, de la actividad económica.

La ley, como es sabido, establece una serie de franjas paralelas al borde del mar en las que se fija una serie de limitaciones a la propiedad y a los usos del suelo en función de su proximidad al dominio público costero. Como quiera que la situación legal del suelo en el momento de la entrada en vigor de la ley es diversa, el régimen transitorio establece una serie de mecanismos de adaptación que están llevando de cabeza a juristas, promotores e incluso a la propia Administración.

Con la nueva norma legal, la Administración central se configura como árbitro de la situación, extendiendo las prerrogativas que ya ejercía sobre la zona estricta de dominio público a las zonas colindantes.

Se crea así, a nuestro juicio, una fractura del bloque urbanístico, ya de por sí bastante desagregado. Si hay una política que exija una gran unidad de acción y coherencia es, sin duda, la política territorial y urbanística. Sus aspectos concretos -el planteamiento, la gestión, la disciplina- fallan cuando no hay una autoridad con responsabilidad clara de llevarla adelante. La anterior legislación de costas, de 1969, y aún hoy la vigente ley del Suelo, plagadas de competencias concurrentes de diversas administraciones, han demostrado su ineficacia como instrumentos al servicio de políticas razonables.

Pero es que, además, el título octavo de la Constitución ha decidido que sean las comunidades autónomas y los municipios los dos pilares básicos de la gestión del suelo y de la ordenación del territorio. La Administración central, a pesar de que algunos se resisten a aceptarlo, ha perdido la mayor parte -por no decir la totalidad- de las competencias en esta materia.

Nuevo texto legal

Ahora, sin embargo, nos encontramos con que, en lugar de avanzar en el proceso de integración y clarificación que señalábamos anteriormente, se intenta consolidar un modelo administrativo con tres niveles de decisión: local, autonómico y central. Y ello sobre una franja del territorio que no puede considerarse aislada del resto.

A pesar de que el nuevo texto legal incita a la coordinación institucional para resolver los conflictos, mucho nos tememos que la dispersión y la burocratización -cuando no la abierta confrontación de intereses- tengan efectos paralizantes o constituyan, una vez más, una excusa para la realización de hechos consumados.

Es una lástima que las discusiones sobre temas competenciales hayan desdibujado, cuando no encubierto a propósito, los indudables perfiles progresistas de la ley.

Quizá una ley marco que hubiera fijado unas directrices claras sobre aspectos que casi nadie discute al Estado -coordinación, protección de las costas y de su carácter público, evitación de desigualdades jurídicas...- hubiera contribuido de forma más constructiva a seguir avanzando. Por un lado, incitando a un posterior desarrollo específico por y para cada comunidad autónoma costera. Por otro hubiera contribuido mejor a desenmascarar a quienes, para oponerse a la ley, no han tenido reparos en mostrarse ecologistas y autonomistas travestidos.

Sin embargo, el empeño en llevar a cabo una norma como la que finalmente ha sido aprobada el 28 de julio ha abierto un período de cierta incertidumbre.

Es preciso además señalar -y quizá debió preverse mejor- la dificultad que toda ley, y en particular las urbanísticas, tiene en su desarrollo y aplicación, y el coste que esto supone. Por seguir con el paralelismo de la ley de Aguas de 1985, ésta se encuentra con grandes dificultades para abrirse paso, entre otras cuestiones, porque los mecanismos de control y gestión, añadidos a la compleja trama reglamentaria que los desarrolla, no favorecen una aplicación ágil y acorde con las inaplazables urgencias de la política hidráulica española.

Una adaptación anómala

Y por citar otro ejemplo de inercia de las leyes -las viejas y las nuevas-, podemos señalar cómo todavía se están "adaptando planes municipales de ordenación a la nueva ley del Suelo, que data de 1976 y posiblemente se ha quedado ya obsoleta. Como casi todos conocen, ha sido la ley del Suelo la que ha ido "adaptándose" a la dinámica urbanizadora, y no al revés, invalidando así las indudables potencialidades renovadoras que dicha ley tenía.

En las circunstancias actuales, con una nueva oleada de presión urbanizadora en nuestras costas, se hace más necesario que nunca un marco urbanístico operativo que garantice la seguridad jurídica de los ciudadanos pero que sea implacable a la vez con los desmanes y atentados a nuestro patrimonio natural.

Ni que decir tiene que proteger las costas no solamente consiste en reponer unos metros cuadrados de la zona de arena que el mar, ayudado en algunos casos por la intervención humana, se llevó un día.

Defender los parajes que todavía merecen la pena, sanear el litoral, favorecer el acceso público no destructivo a nuestras costas y establecer claramente las reglas del juego urbanístico del futuro exige grandes dosis de esfuerzo inversor y de acción coordinada.

No sería justo, sin embargo, que todas estas actuaciones sirvieran exclusivamente para aumentar las plusvalías privadas, dejando a los auténticos propietarios del solar costero -el conjunto de los españoles- al margen de todo beneficio.

Ojalá estos temores no tengan ningún fundamento.

Joan Olmos es ingeniero de Caminos.

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