Estrechez mental
ALGUNAS CRITICAS al proyecto de instaurar en las líneas férreas españolas el ancho de vía europeo se han centrado en el coyunturalismo político con que se ha fraguado la decisión. Se ha escrito, con razón, que la forma precipitada con que el Gobierno inició la toma de decisión ha escondido una funesta prisa por apuntarse a lo que de escaparate tiene la cita de 1992. Un racional método de toma de decisiones debe excluir elementos espurios y exige la coordinación de estrategias para el diseño pausado de un modelo de transportes imbricado y multimodal: nada de esto se ha producido en los seis años de Gobierno socialista.Se ha llamado también la atención sobre dos consecuencias que la adopción del ancho europeo tendría para el actual trazado de ancho español: la eventual multiplicación de fronteras ferroviarias -hoy circunscritas a Irún y Port Bou- a medida que avanzase la extensión de la línea de ancho europeo, y la probable amortización o supresión de líneas interiores socialmente necesarias, pero económicamente poco rentables. Es cierto que aún no se dispone de una evaluación detallada de dichas consecuencias. En este sentido resulta prudente la decisión tomada el viernes por el Gobierno de aplicar el ancho europeo a las nuevas líneas de gran velocidad y ampliar el período para madurar esas cuestiones para el resto de líneas.
Pero los defectos de las propuestas no implican que éstas sean contraproducentes de forma automática. Frecuentemente, las concepciones tecnocrático-ingenieriles constituyen el árbol que no deja ver el bosque. Así sucede en este asunto. Bien está que se adopten cautelas y se realicen los estudios necesarios. Pero resulta indispensable huir de las herencias autárquicas que pesaron como una losa sobre el anterior Ministerio de Transportes -el más inocuo en lo que va de siglo- y sobre no pocos especialistas que ahora se deshacen en elogios preñados de sorprendente nostalgia por un sistema que jamás funcionó.
En el último tercio del siglo, cualquier aproximación al problema de las infraestructuras requiere un horizonte continental. Europa está hoy discutiendo no la realidad ferroviaria presente, sino la perspectiva a 30 años vista, una vez que a la muerte del ferrocarril como medio de transporte, augurada en años recientes, ha sucedido el nuevo reto de la gran velocidad y con ella el surgimiento de una nueva red.
No tiene ningún sentido discutir del sistema ferroviario español como si se estuviese planificando el sistema arterial de un mercado interior nacional. Hay que situar nuestro sistema en el punto cero de la discusión comunitaria. Y no hay que olvidar que el ancho europeo es también el africano. Para España, situada geográficamente en la periferia de la Comunidad Europea, y que puede desempeñar una función de nexo entre dos continentes, obviar el cambio de ancho -aunque sea progresivo- supondría un suicidio estratégico. A pocos decenios vista, la comunicación viaria bajo -o sobre- el estrecho de Gibraltar habrá dejado de ser un sueño. Si los anchos no se homologasen, España se convertiría en un cuello de botella para la integración de dos sistemas continentales. Pero si sólo se adoptara la nueva medida en una sola línea, el suelo español acabaría alojando un tendido europeo sin capilaridad ninguna con la red nacional. Subterfugios como los sistemas de cambios de ejes sirven, todo lo más, para la exportación de mercancías o la salida de pasajeros desde España, nunca para el flujo inverso. Así, empecinarse en el ancho español resultaría funesto para un esquema multimodal de tránsitos y tráficos, y muy concretamente para el papel que algún día deberán desempeñar nuestros principales puertos mediterráneos, como Barcelona o Valencia.
El Plan de Transporte Ferroviario prevé una inversión a largo plazo de 2,1 billones de pesetas. ¿Hay que aplicar esos recursos a revitalizar un esquema autárquico, obsoleto e inútil? ¿No es acaso más práctico destinarlos, aunque sea al precio de incrementar su montante global, a estructurar un diseño de futuro?
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