Carta abierta a don Juan García Hortelano
Muy señor mío e irrenunciable amigo: hace ya largo tiempo que no hablamos; en realidad, como bien sabe un todo Madrid, no hablamos nunca. ¿Para qué? Igual que Kant, "aquel monstruo de maldad, nacido en Königsberg" (según nos enseñaron los reverendos padres, a usted los escolapios y a mí los jesuitas), y sus amigos de las tertulias de primera hora de la tarde, frente al árbol que más que de Kant se nos antoja ser hoy del bondadoso asesino de Quincey, nada tenemos que decirnos. Por eso recurro a la mediación de los lectores, hipócritas unos, como nosotros mismos, e inocentes otros, que usted y yo apenas recordamos haberlo sido, para acallar algunos ciertos jirones de la memoria, ese rostro impasible, que se pega por fuera a los cristales, altos y estrechos, de nuestras vidas. No hay secreto mejor guardado que el que se propala sin estridencias.Espero que se encuentre usted rematando uno de sus muchos libros en ciernes, Vidas de santos y de ministros, que leeré con fruición, puesto que santo no lo soy, gracias a Dios, y ministro tampoco, gracias a los hombres. Quienes de nuestra antigua farra sí que han llegado a serlo, sospecharán, al no vernos hablar, o que no nos queremos como en la copla con música de don Manuel de Falla, o que menudos intrigantes estamos hechos, ya que a ejemplo de Tayllerand en el congreso de Viena, no intrigamos en absoluto.
Dado el franciscanismo que anega insidiosamente su corazón de usted y el mío, bueno será que prensas bondadosas se fatiguen con esta carta. Todos sabrán así que usted y yo nada tenemos que mantener oculto, igualito que las mujeres honradas y que las que no lo son, porque de aquéllas nada hay que saber y de éstas todo se sabe. Aunque, bien mirado, nos asemejamos a las honradas: el único nomadismo sentimental de usted y mío es el de nuestros mejores amigos. Políticamente, han ido las cosas cambiando de sitio, desde luego que para mejoría de las cosas; usted y yo no nos hemos movido del nuestro.
Lástima que no podamos, durante el estío, coger trenes correo, esos que se detienen en todas las estaciones. Es en ellos donde podemos leer los únicos libros que merecen tan alto nombre, aquellos que Virginia Woolf tenía, por tres guineas, entre las manos en un ajetreado asiento, sobre binarios, o los que Valéry Larbaud recomendaba angustiadamente quedasen reducidos de su primero y descomunal tamaño de tesis doctorales al humanísimo que es el propio de su Fermina Márquez. Añoro ya nuestro autumnal -¡Rubén manda!- desplazamiento a Valladolid para perorar al alimón acerca de Goethe, o el que aún no nos han propuesto hasta Albacete para hacer allí el número que se preste.
¡Dulce, hidroterápico nombre de precursor el suyo! ¿No fue usted el primero que decidió, entre ademanes de sacrificio, que fuésemos academia y academia hemos sido! También fue usted quien, soberbio tal un Lucifer plumífero, sentenció que mi martirio sobraba y bastaba a todos, que deberían convertirse en mis cirineos. Ni siquiera en esta carta debiera yo atreverme a comentar las muchas temeridades que se han intentado contra su dignísimo propósito y, sobre todo, las que no se han intentado todavía. ¡Qué cruz la suya, que es usted casi el único que ha atisbado la cara correspondiente, esto es, la mía!
Lindeza
Gracias muy entusiastas quiero darle por haber colocado el pasado año poético bajo la advocación de don Ramón de Campoamor, especialmente de su dolora aquella: "Cultivando lechugas Diocleciano / una tarde en Salerno". Alguien habrá, ¡bendita sea su beneficencia cuando surja!, que costeará nuestra edición crítica de tamaña lindeza. No olvide nunca mi nota al pie de la letra de Salerno: princesa de ídem, bobalicona esposa del duque de Aumale, el más inteligente de los hijos de Luis Felipe, aquel nieto de regicida que rechazó la primera corona de gracia, que sí aceptó, en cambio, un Schleswig Holstein de Dinamarca, en cuya capital, Copenhague, nada huele a podrido gracias al valeroso comportamiento frente a los nazis de un desprendido monarca.Los más jóvenes empujan, amigo mío, sobre todo algunos. Los posmodernos, por el contrario, refrescan los ardores de nuestra primera, pero que muy primera madurez. No advierten las criaturas que a los voceros de los terrores del anterior fin de siglo los habíamos traducido usted y yo al castellano: Walser y Kraus, por ejemplo, los cuales tuvieron, por cierto, mejor voz que los hodiernos. Da lo mismo. Como el cisne de Juan de la Cruz, "madrecito", al morir cantaremos más bellamente. No nos dejaremos, claro que no, matar por los graznidos de los imbéciles, que no llevan guadaña, puesto que ya no queda ni una en el mercado, y sólo nos amenazan con disgustos. Nosotros a nuestra calceta, "hasta en las noches, sílabas".
Le sé a usted alejado de modestias cualesquiera. Ad instar del padre de Lucien Leuwen, de Stendhal, no figura usted entre los que (¡nosotros no conocemos a ninguno!) no pueden ser ministros; no saben a quién llevar al ministerio; y si un ministerio se hace sin ellos, pierden su posición. Ahora que estamos en centenario byroniano cultivemos el plácido talento de su don Juan: no tengamos proyectos, excepto acaso el de estar alegres un momento. ¿Hace cuánto que se hallan nuestras vidas instaladas, ignoro si a trompicones o dulcemente, en la monotonía de lo mejor?
Babelia
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