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La fachada del 'Guernica'

El Guernica no se merece esta fachada. Si el rostro del Reina Sofía va a ser el semblante del Madrid Cultural de 1992, es difícil que la ciudad se reconozca en los rasgos del proyecto que ahora se hace público. La nueva propuesta de los arquitectos, que supone el abandono definitivo de su anterior versión posmoderna, tiene ecos de recientes museos parisienses y citas de Mies van der Rohe; pero la apresurada solución carece del refinamiento formal que cabría exigir a una intervención de tan gran importancia simbólica.Hay que pensar que el antiguo hospital General arrastra una maldición. Inconclusa ya en su día, la obra de Hermosilla y Sabatini sufrió hace un siglo el desafortunado añadido de una planta, con lo cual quedó simultáneamente amputada en extensión y sobrealzada ortopédicamente en altura. Tras el desuso y el abandono, el proceso de restauración, iniciado hace una década, ha atravesa do vicisitudes innumerables que condujeron a la renuncia del director de la obra, Antonio Fernández Alba. Todos los arquitectos que han intervenido se han visto afectados por el maleficio. Ni los madrileños que diseñaron el interior del ático (Vellés y Feduchi), ni los catalanes que decoraron distintas partes de la planta baja (Correa, Elías Torres, Bach y Mora) nos han dejado en el Reina Sofía su mejor proyecto, pese a ser todos ellos excelentes profesionales. Lo mismo ocurre ahora con Antonio Vázquez de Castro y José Luis Íñiguez de Onzoño, dos prestigiosos arquitectos que recogieron el testigo de Fernández Alba, y que no han podido librarse del influjo letal del edificio.

Para poder funcionar como museo, el viejo hospital necesitaba aire acondicionado, ascensores y, por supuesto, una nueva cara. La actual propuesta introduce, de forma discutible, pero quizá difícil de evitar, las conducciones de aire acondicionado por los riñones de las bóvedas, e intenta resolver los dos últimos problemas con el mismo recurso: añadir a la fachada dos torres de vidrio con los ascensores que atiendan simultáneamente a la necesidad de comunicaciones verticales y a la de una imagen nueva.

El hospital General nunca tuvo rostro propio. Al quedar inacabado, el que hubiera sido cerramiento de uno de los patios hizo las veces de fachada exterior, con el agravante de la torpe planta añadida, y pienso que seguramente buena parte de la mala fama del edificio se debe a este asomarse a la calle de Santa Isabel en ropa interior y con renúendos.

Ropaje figurativo

En su primera propuesta, los arquitectos cubrían la fachada con un elaborado ropaje figurativo, enfatizando la entrada con un gran pórtico; en la que ahora se expone a la opinión pública proponen dos prismas de vidrio a ambos lados de una escueta marquesina; en lugar de vestir la fachada, los proyectistas prefieren destacar su desnudez.

Así expresada, la intención es seductora, y podría llegar a ser fascinante: un museo de arte contemporáneo cuya imagen fuese tanto un resumen de las ambigüedades de nuestra época como -una metáfora de las transgresiones de la vanguardia. La confusión del interior y el exterior; la tensión entre opacidad y transparencia, peso y ligereza; un frente que es una espalda, un rostro que, como en algunos lienzos de Magritte, se hurta a la mirada y nos propone la imagen hermética de una nuca.

Pero para una interpretación en clave superreal o metafisica sobran la marquesina y los nuevos huecos de acceso, que trivializan la propuesta, y falta altura en las torres para que se inscriban en el perfil urbano del edificio, además de un diseño de éstas que evite tanto las contaminaciones formalesdel hospital (las molduras y cornisas que ornan unas divisiones horizontales sin otro ritmo que el de una penosa mímesis) como los incómodos dados de soporte y forjados de remate.

En el actual proyecto, los arquitectos renuncian a cubrir el patio interior y proponen para la fachada un color gris uniforme; son decisiones, ésas, muy acertadas. Si se atreven a llevar el proceso de depuración formal hasta sus límites últimos, el orden anónimo de esa fachada serviría de telón de fondo a dos sólidos ingrávidos que confundan cielo y suelo, enmarcando la entrada.

El Guernica se sabría así flanqueado por dos centinelas de impecable simetría, y el Prado del siglo XX contaría con su Puerta de las Artes, que no desmerecería del pórtico de Villanueva en el Prado. Entre esas dos puertas sagradas oscilaría el corazón arrítmico de una ciudad que fingirá alegre, dentro de cuatro años, la capitalidad cultural del continente.

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