La indecisión de Arafat
HACE POCO más de un mes, Yasir Arafat comparecía ante la fracción mayoritaria del Parlamento Europeo en Estrasburgo y proponía que Europa, recogiendo el guante del desafío de la paz en el Próximo Oriente, tomara la iniciativa en la convocatoria de una conferencia internacional. La intervención del dirigente palestino, si bien aportaba algunos elementos innovadores, dejaba inmutable el meollo de la cuestión: sólo leyendo entre líneas se adivinaba la voluntad palestina, ciertamente, no unánime, de reconocer la existencia de Israel como Estado y de renunciar al terrorismo como forma de actividad política.Es explicable que Arafat no quiera entregar por anticipado dos importantes bazas que le pueden ser muy útiles en la eventualidad de una negociación real. Pero el mantenimiento de una calculada confusión puede volverse contra la causa palestina, por más que aparezca como fruto de la combinación de varios elementos inevitables. Por una parte, está la intifada -la insurrección civil en el interior de los territorios ocupados por Israel-, un movimiento casi autónomo, cuyos aspectos más favorecedores quiere controlar la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Por otra, Arafat busca reconducir su liderazgo de la organización palestina, tan violentamente disputado en los últimos años por las facciones más extremistas de combatientes. A ello responden sus dudas entre establecer un Gobierno en el exilio o proclamar un Estado palestino en los territorios ocupados. Esta última posibilidad salió bruscamente a la luz hace unas semanas cuando el rey Hussein de Jordanla declaró oficialmente que se desentendía de los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania y dejaba de considerarlos sometidos a la administración jordana. La iniciativa del monarca hachemí forzó la mano de Arafat, obligándole a encararse con una orfandad política que no esperaba.
En los últimos días, unas semanas antes de que se reúna el Consejo Nacional Palestino, que debe decidir sobre Gobierno en el exilio o Estado independiente, Arafat ha emprendido un viaje conciliador de la mano del presidente egipcio, Hosni Mubarak. En una reunión a tres con el rey Hussein en Aqaba se ha hablado el pasado fin de semana de la posibilidad menos radical de establecimiento de una confederación jordano-palestina, un viejo proyecto ciertamente más viable que la estatalidad a secas. La idea ha caído mal en Israel, sometido ahora a las últimas tensiones de una campaña electoral ácida, y ha sido interpretado como una ayuda soterrada a la opción laborista de Simón Peres. Además, la OLP ha dirigido al electorado judío mensajes conciliadores; de dudosa eficacia, por cierto, si no van envueltos en una rama de olivo.
La posibilidad, muy real, de que el derechista Likud gane cerraría el camino a una paz que el primer ministro Shamir no quiere si no es en sus propios términos. Dos circunstancias favorecen el radicalismo judío: por un lado, las brutales represiones al estilo de la recientemente ocurrida en Argelia sirven dejustificación de las operaciones israelíes de limpieza dirigidas no ya contra la población propia, sino contra el enemigo; por otro, la actividad terrorista creciente ejercitada desde Líbano no sólo por palestinos, sino sobre todo por libaneses pertenecientes a ramas violentas del integrismo shií. Enfrentado con esta situación, toca a Arafat tener la valentía de arriesgarse a cortar el nudo gordiano del problema anunciando públicamente que renuncia de forma expresa al terrorismo como método de acción y que reconoce sin ambages al Estado de Israel. Es la única forma de que las naciones democráticas se pongan a apoyar con firmeza la dramática causa palestina.
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