Un bárbaro en la Feria de Francfort
La Feria de Francort acaba de cumplir 40 años, y para mí se cumplen 30 desde aquella primera vez en que, en mi prehistoria editorial, la visité por primera vez. Era un pabellón prefabricado, larguísimo, en el que se alineaban frente a frente las casetas de los expositores, a ambas márgenes de un único pasillo. Para cumplir con un programa de citas había que caminar ida y vuelta, kilómetros y kilómetros a paso vivo, cosa que ayudaba a luchar contra la inclemencia del frío que asolaba la ciudad tanto como el interior de la feria.Las cosas han cambiado mucho, como todos saben. El pasillo de entonces se ha convertido hoy en una multiplicidad de laberintos en varios niveles de varios gigantescos edificios, para dar cabida a un número muy superior de expositores.
Las caminatas siguen siendo largas pero el aire está acondicionado. También se ha mejorado la distribución de las casetas, y los editores están agrupados por afinidades, lo que abrevia el itinerario de cada uno, a la vez que deja en la penumbra vastas zonas de feria que se vuelven cada vez más ignotas.
Comparadas con las de entonces, las casetas son hoy un prodigio de comodidad, tienen excelente iluminación, pueden tener teléfono directo las estanterías son racionales, todo brilla por su limpieza hospitalaria (figurada y literalmente).
Lo que no ha cambiado, des de luego, es la pasión editorial que anima a los profesionales. La persecución de un libro, la búsqueda de tal otro, el tráfico de consejos y recomendaciones literarias; la discusión animada entre editores de magnitudes diferentes; la conversación sobre asuntos técnicos, sobre tarifas, sobre calidades; la ponderación apresurada de los escollos por venir (traducciones difíciles, novelones de 1.000 páginas, ilustraciones que pagan derechos, autores excesivamente quisquillosos o caros, los 1.000 obstáculos que hacen difícil el oficio); las tentaciones diabólicas, el echarse atrás a tiempo, la desazón por perder, la victoria cantada antes de tiempo... eran típicos hace 30 años como lo son hoy, por muy multiplicados que resulten ser los valores.
En el laberinto
Pero hay un cambio fundamental, sin embargo, que es el que motiva estas líneas. Hace 30 años las cosas eran más claras: un autor tenía un editor y el editor editaba y ofrecía sus libros en el mercado de Francfort. A quien le entraban ganas de publicar la traducción de tal libro, de tal autor y editor, no tenía más que encaminarse a paso vivo a lo largo de aquel pasillo hasta encontrar al editor, el libro y, a veces, al autor. El resto era negociar.
El que suscribe da fe de que esto ya no es así. Interesado en cierto tipo de libros, di en una caseta inglesa con una serie que despertó mi curiosidad y quizá mi interés. La persona a cargo de la caseta (un empleado, no el editor; y una de esas casetas múltiples y fastuosas que sólo se permiten los grandes editores) comenzó por mostrarse extrañada de la presencia de esos libros allí. Hojeándolos, comprobó que el pie editorial correspondía a otro editor, de otra caseta, a la que dirigí mis cansados pasos. La persona a cargo de esta nueva caseta comenzó por negar que ellos publicaran esos libros. Ante mi insistencia, consultó el catálogo, halló en él la referencia y, dándose una palmada en la frente, recordó que ellos sólo distribuían esas obras. Los dueños de los derechos eran otros señores, de otra caseta, de otra empresa editorial. Internándome en el laberinto di por casualidad con esta otra editorial. Pedí referencias acerca de estos libros. La persona a cargo, otro empleado, me miró extrañado, consultó el catálogo y comprobó que ellos no editaban la serie en cuestión. Se dirigió, sin embargo, a una colega, para estar seguro, y obtuvo por respuesta la sugerencia de consultar con un tercer empleado. Éste cogió otro catálogo de la misma empresa, diferente del anterior, y constató que tampoco en ese catálogo figuraban esos libros. Finalmente, un cuarto empleado, con espíritu más detectivesco y también con mayor experiencia en la feria, aventuró la hipótesis de que los libros hubiesen sido editados por otra empresa, de la cual ellos habían adquirido la mitad del catálogo, dejando en la antigua la otra mitad, mitad ésta que, con toda seguridad, contendría las obras que yo buscaba. Hasta ese momento, mi búsqueda me había costado una hora y media de feria, y mi estancia tocaba a su fin. No tuve más remedio que, por el momento, abandonar.
Es decir: de 1959 a hoy, un editor ya no es necesariamente un editor, sino parte, o dueño, o propiedad de otro editor, o de un consorcio, o de una fábrica de automóviles. La compra y venta de editoriales, de grupos editoriales, de holdings editoriales, de multinacionales de la edición, ha mezclado la baraja y lo que antes se perdía caminando kilómetros hasta dar con un editor, hoy se pierde en cavilaciones acerca de quién es dueño de quién y quién tiene los derechos de qué. Cosa que, si bien complicada aún más por la intermediación de un número creciente de agentes literarios, también tiene su gracia, aunque resulte a veces menos fructuosa.
Con un poco de filosofía y un mucho de modestia, Francfort permite encontrar tesoros, a menudo por casualidad. Esos tesoros, no necesariamente minas de oro pero sí de placer, con frecuencia enriquecen un catálogo y consiguen que el editor no pierda su dinero. En Francfort uno conoce gente y con la gente se conversa. Y conversando se descubre, un poco. como el escritor encuentra una idea para un libro, lo inesperado, lo interesante.
Este año el único libro del que todos hablaban desde el primer día, y que pasó inadvertido para los profanos, periodistas o no, es una obra alemana de la editorial Greno, dentro de una colección dirigida por Hans Magnus Enzensberger, algo así como un dificilísimo poema en prosa que quiere inspirarse en las Metamorfosis de Ovidio. Por lo demás, Francfort 88 se caracterizó por la omnipresencia de Umberto Eco (uno se lo encontraba en la sopa, y hasta venían ganas de apartarlo como una mosca, pese a su enorme simpatía e indiscutible talento), y por la ausencia física, espiritual, literaria y editorial de Gabriel García Márquez. Quién sabe por qué los periódicos sostienen lo contrario...
Babelia
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