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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Viva el exterminio

En aquellos tiempos, la batalla del arte teatral no se daba sólo contra una sociedad decadente, inculta y podrida; quería romper el teatro mismo, su sistema de divos y empresarios, diseñado por la burguesía -su propietaria- a su imagen y semejanza. Cuando Alberti, al terminar el accidentado estreno de su obra El hombre deshabitado, profirió dos famosos gritos: "¡Viva el exterminio, muera la podredumbre!", se estaba refiriendo a todo ello, y proclamaba ya -en enero de 1931- algo a lo que faltaba muy poco para llegar: la II República. No cabe duda, hoy, de que fue una batalla perdida, aunque necesitaran -los otros- una guerra civil para derrotarla. Para exterminarla.Estamos en 1988 y los jóvenes rebeldes todavía piden el exterminio y la muerte de la podredumbre. Con desmayo, eso sí, con menos esperanzas que nunca y con aspiración a subvenciones y protecciones que pueda mostrarles en ricas jaulas de zoológico. Y sin el talento y la calidad literaria de Rafael Alberti, al que también se muestra ahora en la jaula del zoo, con los regresos al divismo multiplicados -a José María Rodero, en el programa, se le llama don, y sólo a él: ni siquiera a Alberti; y el director Emilio Hernández trabaja también dentro del divismo del director de escena-, con un lujo escénico distinto al sueño de alcantarilla que tuvo el poeta.

El hombre deshabitado

Rafael Alberti, (1931). Intérpretes: José María Rodero, Ramón Madaula, Asunción Sánchez, Nancho Novo, Antonio Dechent, Juan Graell, Ana Malaver, Aitana Sánchez-Gijón, Magüi Mira. Música de Carmelo Bernaola. Escenografía, vestuario e iluminación: Simón Suárez. Dirección: Emilio Hernández. Centro Cultural de la Villa de Madrid, 14 de octubre de 1988

Son, digamos, infiltraciones de algo que esta larga lucha no ha conseguido exterminar. Y la obra aparece como una rareza, como un homenaje a Alberti, que merece tantos; como un acontecimiento y no como una normalización.

La obra en sí tiene todo su valor de escritura intacto. La calificación entre auto profano, sin sacramentos, frente al auto sacramental clásico -su enfrentamiento con Calderón- en el que la creación del hombre se hace por la vía de unos sentidos que son sus enemigos, capitaneados por la tentación -o dueños de ella, que no queda claro-, hasta el punto en que le obligan a matar a la mujer -emblema de la inocencia-, tiene hoy menos valor metarisico que entonces: la lucha está en otro lado.

La ruptura teatral que supuso puede significar que hoy se dictamine fácilmente que no es teatro o que, como teatro, es una obra mala. Entendámonos: Alberti, como otros con más o menos suerte -como Ramón Gómez de la Serna, o como Bergamín, o como casi toda la generación a la que pertenecían-, quería precisamente romper lo teatral, lo que había de retórica clavada en el teatro, su domesticación por la burguesía. No se le puede aplicar la comparación de teatralidad cuando ésta mantiene el uso de lo que Alberti llamó podredumbre.

Lenguaje

La exaltación del hombre cualquiera frente al hombre sublime, la vida de la alcantarilla en lugar de la de un espacio celeste o un salón de la aristocracia, que venían a ser lo mismo, el acto que desarrolla sin efectos ni golpes lo que pretende y lo residencia en un idioma, en un lenguaje con la maestría propia de un gran poeta, son las que luchan contra la teatralidad, la podredumbre, lo consuetudinario, lo tópico. Están ahí, y las razones de la batalla perdida también lo están. El país no ha cambiado tanto en el fondo, o no ha cambiado a mejor de lo que se proponía en 1931.

Teatro no hecho para divos, la presencia de José María Rodero y de Magüi Mira está medida para que no se destaquen demasiado. A ellos mismos les conviene la contención, y su sabiduría teatral -y lo que haya hecho la dirección- les mantiene en ella. Tienen poco papel, tienen poca obra para ellos: no se buscaba la teatralidad. Los demás son emblemáticos; la desnudez deslumbrante y luego la sencillez de vestido de Aitana Sánchez-Gijón en la mujer atienden a esa simbología, como los hábitos de los cinco sentidos.

Emilio Hernández no ha caído en la tentación de la gestualidad o la casi coreografia con que se suelen representar estas piezas, y ha sabido aprovechar, con el escenógrafo y figurinista Simón Suárez, el dificilísimo escenario del Centro Cultural, con un acierto que nunca se había conseguido: aunque con demasiada grandilocuencia para lo que parecieron los propósitos iniciales de Alberti.

Lo que más importa en este acto es el homenaje a Alberti, tan merecedor de todos, tan gran poeta vivo cómo indestructible figura de un gran pasado que tardará, si es que llega, en repetirse. Y aunque los aplausos fueron para todos, las grandes ovaciones las despertó su presencia en el escenario. A los que contestó con su homenaje personal a Garcilaso y con versitos para la ocasión. Podría haber gritado otra vez: "¡Viva el exterminio, muera la podredumbre!".

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