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'Ghost story'

Fernando Savater

Mi colega el profesor Gabriel Albiac respondió el otro día en estas páginas (...Ahora, tus fantasmas, EL PAÍS, 29 de septiembre de 1988) a una alusión hecha por mí en otro artículo (Y ahora, ¿qué?, 17 de septiembre de 1988) respecto a unas declaraciones suyas al diario Egin, de las que citaba una breve sarta de extractos. Como yo le incluía como ejemplo de lo que allí llamé síndome de Lenin, Albiac se queja de que proyecte mis fantasmas sobre él suponiéndole partidario de un tipo de dictadura a lo leninista a partir de una mera yuxtaposición de sus opiniones (que, por otro lado, confirma y amplía en su réplica). Me exhorta a argumentar mi deducción fantástica o, aún mejor, a callarme. Comprendo su lógica insistencia y el desasosiego con el que me requiere a la segunda de estas opciones, pero prefiere la primera. Después de todo, el tema es muy interesante, y no siempre tiene uno la posibilidad de polemizar con la sombra querida de Spinoza al fondo, lo que ahora me permite hacer el planteamiento de un buen conocedor del gran sabio judío como es Albiac. Además, last but non least, no me faltan argumentos precisamente para sustentar y ampliar lo antes dicho. Vamos a ello.En su día no cité el nombre de Albiac al mencionar sus declaraciones a Egin y me limité a yuxtaponer unas cuantas de éstas, las más sintomáticas, porque he sido víctima de las suficientes entrevistas como para saber que nunca debe argumentarse a partir de ellas como si fueran textos elaborados plenamente por el entrevistado. La respuesta de Albiac, reconociéndose en tales opiniones, me exime de recelos y me permite afrontar directamente la cuestión en juego. Dijo Albiac entonces que considera "el Estado burgués como una realidad estrictamente intolerable y por tanto hay que destruirlo". Me aclara ahora que todo Estado (lo de burgués, precisa, es un pleonasmo, aunque sea un pleonasmo suyo y no mío) es una máquina de opresión cuya destrucción le resulta altamente deseable, doctrina que deriva de todos los clásicos no meapilas del poder político, de Maquiavelo a Spinoza. Antes de ir más allá, no puedo remediar algunas objeciones. Que Maquiavelo, Hobbes o Spinoza consideraron el Estado como una máquina productora de terror y esperanza es cosa sabida; también lo es que supusieron que tal artificio desagradable era imprescindible para remediar la incapacidad humana de concordia racional espontánea, sin la cual, sin embargo, la vida del individuo ha de resultar sobresaltada y breve como la del menos competente de los animales. Spinoza, por ejemplo, tiene al Estado como la primera obra de la razón para contrarrestar el predominio fatal de la imaginación pasional en la dirección de la conducta de la mayoría de los hombres. Por supuesto, Spinoza no se hace ninguna ilusión sobre las virtudes del Estado, como tampoco se las hace sobre la condición humana; pero no es cosa de quejarse, sino de buscar lo preferible, "pues también es una ley de la razón que, de dos males, se elija el menor". Por ello dejó bien claro en sus escritos éticos y políticos que " cuanto más se guía el hombre por la razón, es decir, cuanto más libre es, con más tesón observará los derechos de la sociedad y cumplirá los preceptos de la suprema potestad, de la que es súbdito", dado que "la razón enseña a practicar la piedad y a mantener el ánimo sereno y benevolente, lo cual no puede suceder más que en el Estado". El hecho de que existan vehementes discrepancias y rebeldías no le hace cambiar de opinión, pues no porque un necio o un loco no puedan ser inducidos con premios o amenazas a cumplir los preceptos, ni porque éste o aquél, adicto a tal o cual religión, juzgue que los derechos del Estado son peores que ningún mal, quedan sin valor los derechos de la sociedad, cuando la mayor parte de los ciudadanos caen bajo su dominio". Si a Spinoza alguien le hubiera dicho que todo Estado es "estrictamente intolerable" y que, por tanto, "debe ser destruido", no se hubiera sorprendido demasiado, porque conocia la diversidad de supersticiones religiosas que produce la imaginación humana; pero si le hubieran informado de que tal doctrina se había aprendido en sus libros, hubiera aprovechado sus conocimientos de óptica para fabricar a tan descarriado lector unas buenas gafas. Porque resulta que Spinoza no fue una especie de precedente cartesiano de Renato Curcio, como parece haber creído algún anómalo profesor italiano, sino el primer pensador moderno de la cordura democrática.

Pero dejemos por un momento tan distinguido precedente. Los males del Estado han recibido en nuestro tiempo ilustraciones tan vividas como para que se piense razonablemente que esta institución política, al menos en su forma actual, debería ser superada. Digo "superada" y no "destruida", porque la situación de los países con su Estado destruido tampoco es envidiable: por ejemplo, Líbano. Así, algunos libertarios hemos pensado -y pensamos- que la radicalización autogestionaria del proyecto democrático, la desmilitarización de los grupos sociales, la renuncia a la mitología nacionalista, la búsqueda de alternativas a la separación cuasiontológica entre gobernantes y gobernados, la exigencia de que disminuya sin cesar el recurso al secreto de Gobierno, etcétera, pueden propiciar gradualmente formas de organización que ya no merezcan ser consideradas Estado en la acepción tenebrosa y rígida del término. Pero existen otros enfoques del problema. Los anarco-capitalistas americanos (encabezados por Murray Rothbard y David Friedman) postulan la total disolución de lo público en la iniciativa privada, incluyendo temas como la seguridad o la emisión de moneda. Según ellos, el afán de ganancia y las preferencias en el mercado son reglas más seguras de gestión común que la confianza en burócratas omnisapientes y centralizadores. Y otra variante son los por mí llamados leninistas, que proponen la desaparición de las libertades formales políticas y el control total de la economía por algún tipo de dictadura del proletariado como paso necesario -y necesariamente violento- a la implantación de un régimen de justicia automática y por tanto de auténtica libertad popular. Dados los resultados de los ejemplos históricos de este último modelo político, comprendo la urgencia sentida por Albiac de desmarcarse de él. Pero el caso es que la entrevista de Egin trataba fundamentalmente de la llamada guerra del Norte, mantenida hoy -a lo que entiendo- por un Estado democrático contra una organización armada de ideología carlista-leninista. Sin embargo, el Estado democrático era considerado por Albiac en su entrevista como "ferozmente despótico", y la organización leninista, como apoyada por "un movimiento social de primer orden, único en Europa", lo que supongo que ha propiciado que "el único punto en el que no se ha producido la sumisión, el quebrantamiento espiritual absoluto por parte del Estado, es Euskadi". Puede que en estas declaraciones no se invoque el contenido leninista que yo suponía, sino sólo una exhortación algo sesgada a la negociación que debe poner fin a los desastres de la guerra. Pero ni

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'Ghost story'

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el contexto ni el tono ayudan a creerlo así, y me cuesta aceptar que cuando un espinozista como Albiac habla de "féroz despotismo", "quebrantamiento espiritual", etcétera, se dedica sólo a lamentar sentimentalmente lo real, sin decidirse racionalmente a optar entre dos males. De modo que, por lo que ahora dice, veo que mucho de fantasmada hubo en sus declaciones a Egin, pero antes de cualquier colaboración de mi subjetividad. En fin, por citarle de nuevo: dejémonos de chorradas, amigo Gabriel.

En cuanto al papel de la subjetividad del intelectual responsable, y de la mía, ay, en particular, confieso que tropiezo en su planteamiento con cierta contradicción no dialéctica. Por un lado, mi subjetividad -como todas- está materialmente producida por ese sistema llamado Estado; por otro lado, el objetivo primero del Estado es suprimir toda forma de pensamiento autónomo y de autonomía en general. Ahora bien: por autónomo supongo que debe entenderse autónomo del Estado o del sistema establecido. Pero si toda subjetividad pensante es producto material del Estado, ¿cómo va a haber un pensamiento autónomo? Y si lo hay, ¿cómo se las arregla el Estado para producir algo autónomo de su propia férula y por qué lo persigue luego, si también es hijo suyo? Cuando me declaré con cierta ironía intelectual del sistema debo, según Albiac, asumir tal condición como una simple constatación de mi calidad de champiñón subjetivo nacido de la podredumbre estatuida o atreverme a proclamar megalómanamente mi condición de "agente consciente de un orden metafísicamente situado por encima de toda cuestionabilidad". ¿De veras que no hay otra salida? Yo pensaba más bien en lo que Spinoza llamó "fortaleza de ánimo". O en lo que le llevó a establecer, contra los que sospechaban de él por su misteriosa gestión política en Utrecht: "Yo soy un sincero republicano, y mi punto de mira es el mayor bien de la República". Quizá esto quiera decir que Spinoza y yo hemos entrado en la religión del Estado. Pero me parece discutible. Por religioso se entiende en este contexto la adhesión irracional, la ceguera crítica, la fidelidad sin reservas ni posible transfiguración de acuerdo con las circunstancias históricas. Según esto, hay dos formas de religión estatal: la de quienes creen que el Estado debe ser venerado en toda ocasión y circunstancia y la de quienes piensan "que los derechos del Estado son peores que ningún mal". En una palabra, los beatos y los satanistas. Paso, para concluir, a un ejemplo, que no debe Albiac atribuir a mi afán satírico, sino a esa misma ironía de lo real a la que el propio Spinoza no estuvo siempre convenientemente atento.

Como yo hubiera hablado en mi artículo de la "capacidad autocorrectora" del sistema democrático, Albiac me reconvino así: "Trata de recordar las palabras cristalinas del actual sumo sacerdote acerca del asunto Amedo: 'No hay pruebas ni las habrá jamás'. Y el oráculo de Dios -no lo olvides- ha de mantener siempre sus promesas, y para eso está Moscoso". Pues bien, los titulares del mismo periódico donde Albiac vio aparecer su artículo aseguraban en primera plana: Amedo y Domínguez siguen presos por las numerosas pruebas acumuladas. Queda explícita así la diferencia entre las dos actitudes de los creyentes y la tozuda pero escéptica confianza laica. El señor de los Moscosos truena que jamás habrá pruebas; el rebelde Satán clama contra el feroz despotismo que debe ser destruido, y los demás esperamos a ver qué dice el juez. Porque aunque sabemos, con Spinoza, que "una cosa es gobernar y administrar la cosa pública con derecho y otra distinta gobernar y administrarla muy bien", la segunda nunca puede darse sin la primera, y la primera puede ser un paso hacia el deseable logro de la segunda.

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