Melancolía
Si la primera imagen de Malaventura es la de un reloj de péndulo en el que se refleja una luz crepuscular, la última nos muestra el mismo plato que, al comenzar el relato, ha despertado el ataque de melancolía de Manuel (Miguel Molina), ataque que se cierra el año 2005, es decir, casi 20 años después, cuando el protagonista ya es un arquitecto de sienes plateadas. Entre voz en off y voz en off, una historia de amor clásica, en la que A quiere a B, que, a su vez, quiere a C, que, para desgracia de todos, ama a D, que está muerta.Malaventura es, pues, la evocación melancólica de unos amores desafortunados y adolescentes que pone más énfasis en el tiempo transcurrido e irrecuperable que en los hechos en sí. La voluntariosa y falsa alegría del juez Alcántara (Borau), la pulsión homicida que anima siempre a John, la ternura que se desprende de las caricias de Rocío (Iciar Bollain) o la eterna mirada de carnero degollado de Manuel, son los signos que permanecen de la juventud perdida, lo que queda de unas erráticas noches sevillanas en las que se mezclan el alcohol, el calor y las palizas que recibe Manuel.
Malaventura
Director: Manuel Gutiérrez Aragón.Intérpretes: Miguel Molina, Iciar Bollain, Richard Lintern, José Luis Borau, Francisco Merino, Cristina Higueras y Manuel de Blas. Productor: Luis Megino. Guión: Manuel Gutiérrez Aragón y Luis Megino. Fotografía: José Luis Alcaine. Música: Juan Peña, El Lebrijano y Orquesta Andalusí de Tánger. Española, 1988. Estreno en Madrid: cines Paz, Vaguada y Gran Cinema.
Curiosamente, Malaventura como filme también tiene una juventud que evocar, la titulada El Sur, de Víctor Erice. Ese mismo péndulo que simboliza la marcha imparable del tiempo remite al péndulo que sostenía en sus manos Omero Antonutti -Gutiérrez Aragón pensó en él para el papel que interpreta Borau-; la ciudad elegida -Sevilla- es la que nunca pudo alcanzar Erice, que dejó a su protagonista -¡Iciar Bollain!- preparando las maletas antes de marchar hacia ese Sur mítico al que ahora Malaventura da forma.
Historia hermosa
La historia que nos cuenta la película -que incluye un crimen contemplado desde el sillón de una clínica dental mientras el odontólogo hurga la boca del sorprendido testigo- es muy hermosa, como ya lo eran las de El corazón del bosque, Demonios en el jardin, Maravillas o La mitad del cielo. Está contada de manera más libre que en otras ocasiones, dejando que el vagabundeo del protagonista se comunique a la estructura del relato, que parece una goma, ahora tensa, ahora floja. Sobre el papel la apuesta es estimulante, pero la práctica relativiza su atractivo. Personalmente preferiría que todo pareciera un poquito más tensado, que se evitaran situaciones repetidas y y, sobre todo, preferiría que Richard Lintern fuera otro actor. La hipotética magia y poder de seducción de este ser violento y apasionado es sólo eso, una hipótesis, algo que quizá está en el guión pero no se transmite a la película, que se tambalea a partir del momento en que John pronuncia su largo monólogo ante un vaso de cerveza, recordando a la esposa muerta. La teatralidad de Linterri refuerza su condición de forastero -inglés en Sevilla-, pero, al no estar conseguida, también le hace forastero a la ficción y si a un triángulo le privamos de uno de sus vértices... Tampoco José Luis Borau, doblado con una voz convencional, respira suficiente credibilidad, y es una lástima porque su personaje es algo así como la forma humana de Sevilla, siempre alegre de puertas hacia fuera, pero arrastrando una gran pena en su alma. Manuel Gutiérrez Aragón, tópica pero certeramente defimido como creador de relatos mágicos, sabe que dicha magia es muy frágil, que si una niña dormida abrazada a sus zapatos de baile sugiere miles de sueños o un estupendo policía interpretado por Daniel Martín nos introduce en un universo de un humor cruel, los errores de casting o interpretación desmontan el precario equilibrio de la ficción. Y eso es lo que le pasa a Malaventura.
Babelia
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