Por la construcción de un mundo multicéntrico
Se dice que vivimos todos en el mismo planeta, por lo que compartimos colectivamente el destino de éste. Es indudable que la mundialización -nada nuevo, desde luego, puesto que se inició hace ya cinco siglos, con el descubrimiento de África, seguido por el universalismo de las Luces- ha superado una nueva etapa en el transcurso de los últimos 40 años, tanto por la intensidad de los intercambios y comunicaciones de todo tipo, como por el alcance global de los medios de destrucción. ¿Debería conducir esta observación trivial a la conclusión de que la interdependencia impone que se subordinen los proyectos de todas las sociedades del planeta al mismo criterio de racionalidad que exige la expansión mundial del mercado? Esta opinión, aun cuando dominante en nuestros días, no sólo es rigurosamente errónea, sino que resulta, por añadidura, infinitamente peligrosa.Las exigencias de la mundialización se expresaron durante el período de gran expansión de la posguerra (1945-1970) mediante un doble paradigma complementario. En los países desarrollados se pensó que el intervencionismo keynesiano sería capaz de procurar un crecimiento continuo en beneficio de todos, que borraría las fluctuaciones coyunturales y reduciría el paro hasta niveles mínimos. Este notable resultado parecía tanto más brillante cuanto que se compaginaba con una apertura exterior susceptible de hacer olvidar el recuerdo de los conflictos posibles entre las políticas nacionales y el mercado de la mundialización. En los países del Tercer Mundo, la ideología de la "era de Bandung" (1955-1975) afirmaba que un desarrollo abierto a las ventajas de la interdependencia podía ser dominado nacionalmente. Estos consensos implicaban que los matices y las polémicas se movían dentro de los espacios de los citados paradigmas de referencia. De rechazo, los países socialistas tenían que refugiarse en el gueto de un tercer paradigma, hostil a la interdependencia. Pero desde que empezó a derrumbarse el Estado autocrático y autárquico del estalinismo, se fue perfilando la esperanza de que el liberalismo -preludio de la democratización- implicaba también la apertura exterior. En este contexto, la bipolaridad militar de las dos superpotencias podía resultar incluso tranquilizadora: la razón incitaba a evolucionar del equilibrio por el terror a un principio de desarme nuclear y a la búsqueda de soluciones negociadas en los conflictos regionales.
Crisis de la ideología
La crisis del capitalismo puso fin, indudablemente, a las ilusiones keynesianas y a las de la ideología del desarrollo, mientras que la del socialismo todavía no ha dado, desde luego, con la solución de sus problemas; pero, en el vacío creado por esta doble crisis, se ha desarrollado brutalmente la ofensiva conservadora de un neoliberalismo que se limita a postular el recurso a un remedio universal, a saber, el mercado. Ahora bien, el seguimiento obstinado de las políticas que inspira esta dogmática sólo puede conducir al desastre y a un resultado contrario al que en un principio se había fijado, es decir, a la descomposición del sistema mundial y a un rebrote de choques confusos entre nacionalismos no dominados, que quizá fueran el preludio de un renacimiento de la bipolarización. Daré a continuación cuatro ejemplos.
La construcción de la Europa de la CEE se ha limitado hasta la fecha a una apertura progresiva del mercado. Durante la fase de gran expansión de los años cincuenta y sesenta, los reajustes sociales que implicaba esta apertura pudieron llevarse a cabo con relativa facilidad, pero en plena crisis es obvio que habrá regiones y sectores enteros que serán incapaces de reconvertirse para hacer frente al reto de la competitividad. Si estas contradicciones llegaran a ser social y políticamente intolerables, podrían llegar a torpedear el proyecto e incluso la mismísima CEE, en la que se perciben ya muchos signos indicadores del peligro real. A menos que se acepte la idea de que el mercado debe completarse con una política social común que organice las reconversiones. Una iniciativa de este tipo, tomada por una euroizquierda que supiera apartarse con coraje y lucidez de la dogmática neoliberal, se llevaría la mayoría de los votos y se convertiría en la fuerza dominante del continente, relegando al margen a las derechas, preocupadas tan sólo por obtener beneficios inmediatos del mercado ampliado, aparte de que devolvería a Europa una misión cultural universalista que está en vías de perdición.
En las periferias semiindustrializadas, el propio modelo de desarrollo que se ha seguido hasta la fecha se enfrenta hoy con una decisión crucial, tal como ilustra el ejemplo de Brasil. Al basarse en una distribución interna de la renta cada vez más desigual, el milagro brasileño ha legado a la joven democracia de este país unos problemas sociales gigantescos. O bien el país se adentrará en la vía de las soluciones progresistas para estos problemas, en cuyo caso es evidente que chocará con la lógica simple de la mundialización por el mercado, o bien no lo hará, y considerará entonces prioritarias las exigencias del reajuste, en cuyo caso la democracia perecerá antes de haber arraigado.
Pérdida de papel
El Cuarto Mundo no es un fenómeno nuevo. A lo largo de su expansión mundial polarizante, el capitalismo ha conducido siempre a la exclusión de regiones periféricas que habían perdido las funciones desempeñadas en fases anteriores, en ocasiones incluso brillantemente. ¿En qué se han convertido las Antillas y el noreste brasileño, sede del milagro económico de la época mercantilista? En nuestros días, el sistema que ha reducido África a una especialización agrominera, mediante la explotación extensiva de sus suelos hasta el agotamiento de éstos, y también la revolución tecnológica que ahorra determinadas materias primas, ¿acaso no están ya en vías de excluir este continente de la división mundial del trabajo? Al estar, sufriendo pasivamente una desconexión que las deja al margen, las sociedades del Cuarto Mundo no pueden, por definición, hallar soluciones a sus problemas sólo a través de las virtudes de la apertura.
Los países socialistas -Rusia y China- han acometido una serie de reformas que concederán seguramente al mercado y la apertura exterior un lugar más importante del que tuvieron antaño. Sin embargo, el problema con que se enfrentan presenta dos facetas indisolublemente unidas: la democratización necesaria de la sociedad y el dominio de su apertura exterior.
Se desprende de estas situaciones, de hecho muy diferentes, que la solución simple del mercado es incapaz siempre de evitar la aparición de los contrastes sociales y políticos, internos e internacionales, y de evitar incluso que lleguen a ser insoportables. La legitimación del discurso ideológico del neoliberalismo no tiene ningún valor científico, porque finge ignorar que el mercado por sí mismo sólo conseguirá reproducir y ahondar estos contrastes, y que el análisis científico de las ventajas reales del mercado sólo tiene sentido en el caso de que éstas se relacionen con los determinantes del sistema social: niveles de desarrollo, lugar histórico en la división mundial del trabajo y alianzas sociales a que dio lugar y que la reproducen. El pensamiento crítico pretende, pues, saber cuáles podrían ser las alianzas alternativas susceptibles de permitir salir de los círculos viciosos impuestos por el mercado. Desde este punto de vista, las considerables diferencias que existen entre las distintas regiones del mundo implican necesariamente el desarrollo de políticas específicas, que no pueden derivarse exclusivamente de la racionalidad del mercado. A estas razones objetivas vienen a sumarse las diferencias, asimismo legítimas, que se derivan de la cultura y las opciones ideológicas y políticas de la historia de los pueblos. Los imperativos reales de nuestra época implican, pues, la reconstrucción del sistema mundial sobre la base del multicentrismo. Ahora bien, al concepto de éste, reducido a su dimensión política y estratégica (los cinco grandes: Estados Unidos, Europa, Rusia, China y Japón), que vendría a sustituir la bipolaridad militar de las dos superpotencias, sería vital oponer alguna modalidad que colocara en el lugar que les corresponde los países y las regiones del Tercer Mundo. Estos países y estas regiones extensas susceptibles de coordinar sus visiones deberían supeditar sus relaciones mutuas a los diferentes imperativos de su desarrollo interno.
Son diferentes las alianzas sociales que definen el contenido de las estrategias de los países y las regiones en cuestión. En Occidente sigue siendo evidente la dimensión burguesa de estas alianzas, fundada en una larga historia que dio lugar al desarrollo avanzado. Lo cual no excluye la evolución hacia una socialización progresiva del sistema. En los países del Este, lo que pretenden es liberar a la sociedad del yugo exclusivo del estatismo, en provecho de una dialéctica que reconoce el conflicto de las fuerzas sociales del socialismo y el capitalismo. Ahora bien, en el Tercer Mundo, implican casi siempre una inversión de la tendencia más radical que evolucionista, el rechazo de la subalternización burguesa que reproduce un sistema inaceptable. Así, pues, si bien cabe imaginar en todos los casos la sustitución de la visión burguesa exclusiva del mercado por un contenido popular, nacional y regional, es obvio que el sentimiento agudo de la crisis que representa esta elección será más dramático en el Sur que en el Este o el Oeste. Aunque en cierto modo, la perestroika se está imponiendo en todas partes. Rechazarla sobre la base del discurso dominante del neoliberalismo equivaldría a preparar con seguridad la respuesta de los pueblos a través de la desesperación de los racismos, los nacionalismos antediluvianos y los integrismos, religiosos o no.
Pensamiento crítico
La crisis debiera ser la ocasión de un progreso del pensamiento crítico, si se entiende por ello la puesta en tela de juicio de todos los dogmatismos. Pero no lo es mucho, quizá, entre otras razones, porque no predisponen a ello ni el economismo académico ni la actitud gestora. Los responsables del movimiento social y los políticos progresistas serán sin duda más sensibles. El multicentrismo es la única base realista sobre la que podrá construirse un nuevo internacional sino de los pueblos, reflejo del universalismo del sistema de valores. El neoliberalismo, por el contrario, es la auténtica utopía reaccionaria de nuestro tiempo.
En este contexto, seguiremos viviendo todavía algún tiempo con la bipolaridad del terror destructivo. Pero la evolución profunda de las relaciones sociales, que forma parte del paradigma del multicentrismo, será la única que permita, a través del reconocimiento de la diversidad objetiva de las condiciones y los problemas, ir más allá del discurso convencional de la coexistencia para sentar las bases de la reconstrucción del mundo y la legitimación de la unicidad del destino de los pueblos del planeta.
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