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45º FESTIVAL DE VENECIA

Silbidos, abucheos y rechiflas en el pase para la Prensa del filme de Zeffirelli sobre Toscanini

ENVIADO ESPECIAL Extraña coincidencia: la llegada de Martin Scorsese al Lido veneciano se produjo ayer a las mismas horas en que se proyectaba oficialmente el filme de su inquisidor Franco Zeffirelli. El joven Toscanini se había exhibido con anterioridad para la Prensa, el domingo por la noche, en una tormentosa sesión en la que se destapó, apoyada en la mediocridad del filme, toda la antipatía acumulada contra la conducta inquisitorial del cineasta italiano respecto de su colega neoyorquino a propósito de su filme La última tentación de Cristo. Se oyeron en la sala durante dos horas silbidos, abucheos y todo tipo de chacotas sarcásticas, desde la aparición en los títulos de crédito del nombre de Zeffirelli.

La refinada, y a veces feroz, imaginación latina para la corrosión mediante el ácido del humor cruel y para deducir goce propio del ridículo ajeno alcanzó allí alturas, que para otros son bajezas, memorables. Fue una terrible sesión de castigo, fustigada por los estímulos de la indisimulable ridiculez de la película, cuya patética debilidad no pudo acallar la energía de la ira burlona de tan agitado y vengativo -auditorio.

El despiadado mazazo ético fue involuntarlamente radiografiado por la admirable ShIrley MacLaine cuando, preguntada por el caso Scorsese en su conferencia de prensa, dijo que "respetar las ideas ajenas, aunque no nos gusten, es el precio, y el precio justo, de la libertad de expresión y por consiguiente de la democracia". A Franco Zeffirelli la democracia le pasó ayer la cuenta de su llamada a encender una hoguera en la que quemar el filme de Scorsese, una elevada cuenta que disminuirá su ya de por sí escaso crédito estético.

Artillero toscano

Abrió el fuego un artillero toscano que, al aparecer el nombre de Zeffirelli en los títulos de crédito de El joven Toscanini, se arrodilló ante la pantalla en piadosa posición crucificada y, entre la música de los pitos y los alaridos, exclamó en rezo: "Santo beato Viscontito, ruega por nosotros". La botella gaseosa de las carcajadas disparó su corcho precisamente ahí. Luego, incontenible, llegó el rosario negro del sarcasmo."¡Oh, qué sublime estupidez!" fue el comentario al tonante discurso de Toscanini a sus examinadores de la Scala milanesa. Luego alguien dibujó en el aire oscuro y viciado de la sala una media verónica de la mejor estirpe sevillana: un "¡Olé, Franco!" que no podía disimular su procedencia, en solfa italiana, del tonillo de los "contumaces contubernios judeo-masónicos" propios del vocabulario de nuestro extinto. El pretexto era una cursi imagen de Toscanini dirigiendo con su batuta al Atlántico encrespado en olas de surfing californiano.

Y más tarde, cuando Zeffirelli se pone comprometido y socializante, una profesoral corrección sonó detrás de las espaldas de este cronista: "Franco, querido, una cosa es el socialismo y otra el Domund", laceración que alcanzó su Everest particular cuando, en la escena en la que la joven misionera agarra el gran crucifijo y lo tiende al músico, un sardónico indignado, atacado de ira santa, se encaró a la pantalla y exclamó: "¡Blasfemia.' ¡Blasfemial ¡Vilipendio a la religión! ¡La monja agarra a Cristo por la entrepierna! ¡Que la procesen!".

La cruel fiesta terminó en la salva de carcajadas que provocó la, eso sí, totalmente irrisoria escena en que Liz Taylor, vestida de Aida de lujo, pronuncia un aria-mitin desde el escenario del teatro de la ópera de Río de Janeiro y, con limosna de un diamante de 250 quilates incluida, solicita y consigue del emperador Pedro que acabe con la esclavitud en Brasil. Se trata de una de las escenas de más irresistible comicidad que se han visto últimamente en una pantalla, una comicidad por supuesto involuntaria que resume esta pobre, casi penosa película, cuyos preciosos colorines no resisten un análisis, una mirada no dormida.

Flanquearon a El joven Toscanini dos películas en concurso: una canadiense, A cuerpo perdido, de la excelente Lea Pol, que esta vez se pasó de rosca con exceso de trucos ópticos, aunque la canadiense conserva en algunas secuencias el vigor de su buen estilo; y otra italiana, de argumento apasionante y muy comprometido: Los invisibles, de Pasquale Squiteri, que cuenta la terrible batalla de uno de los grupos armados segregados por la extrema izquierda italiana tras la convulsión causada en ellos por el secuestro y asesinato de Aldo Moro.

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