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Escenifica, que algo queda

Cuatro directores teatrales analizan el futuro del género lírico

"Me parece lógico que las salas de ópera se llenen en un momento en que las iglesias se quedan vacías". Tan contundente opinión se debe al sutil director artístico del teatro de La Monnaie de Bruselas, Gérard Mortier, cuya eficaz gestión al frente de la sala belga se ha constituido en modelo de referencia para muchos de sus colegas europeos. Procedan o no de las iglesias, lo cierto es que nuevos y cada vez más amplios públicos van accediendo al universo operístico, y muy especialmente durante los meses de verano en que los festivales líricos permiten un consumo del género menos encorsetado que el que propician las temporadas de invierno. Fenómenos como el de la Arena de Verona, los festivales de Orange y Aix-en-Provence o el recién nacido de Peralada demuestran que la oferta se queda por debajo de una demanda en crecimiento.

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En paralelo se detecta un interés cada vez mayor por parte de los directores de teatro hacia un género abandonado escénicamente a su suerte en el pasado, pero que, desde los grandes montajes de Visconti o Wieland Wagner, por poner dos ejemplos poco sospechosos de reconciliación, ha demostrado poseer unas potencialidades inexploradas.Acabada la época de la dictadura del maestro -Toscanini, Fürtwangler, De Sabata-, y diluida, si no desaparecida del todo, la del divo -adiós a las grandes maneras de Maria Callas y Mario de Monaco-, desde hace algún tiempo se habla de la dictadura de la puesta en escena, que, con sus megalomanías hoollywodienses, corre el riesgo de hundir el sobrio invento renacentista de la Camerata del conde Bardi en un espectáculo en poco o nada diferenciable de un Holyday's on Ice cualquiera.

Hay que democratizar la ópera, ciertamente: nunca como ahora el slogan, aireado en los setenta como consigna para la toma de uno más de los varios palacios de invierno, habla cobrado una actuaIidad tan candente, y ahí están los festivales de verano para demostrar que el cielo, en alguna ocasión, queda efectivamente al alcance de la mano.

Roland de Candé lleva sin embargo razón cuando afirma, en un artículo aparecido recientemente en Le Monde de la Musique, que nunca como hasta ahora se había equiparado la representación operística con la gran misa de una religión secreta". La responsabilidad recae, en buena medida, en los directores de escena que, en la eterna búsqueda de la confianza del público, miran a la ópera, en las postrimerías del siglo XX, como la gran tabla de salvación del rito teatral perdido.

Liturgia profana

"La gran liturgia profana que se nos puede ofrecer en nuestro tiempo, en Occidente, es sin duda la ópera", comenta el director y actor Hermann Bonnin, ex-responsable del Centre Dramàtic de la Generalitat de Catalunya cuyo último espectáculo programado ha sido precisamente una ópera de cámara, El giravolt de maig, de Eduard Toldrà. Las medias de público registradas con este montaje, por lo demás recibido por la crítica con cierta frialdad, han sido las más elevadas de toda la temporada, alcanzando un promedio de 600 personas por cada una de las 12 representaciones."La ópera constituye la expresión más limpia de los mecanismos de la convención", continua Bonnin, solicitado a dar su propia explicación del fenómeno. "No existe una penetración psicológica de los personajes, no se pretende engañar a nadie: como en el fútbol o en el boxeo, las reglas de juego son conocidas, presuponen una complicidad previa con el público". "A diferencia del teatro épico o del melodrama, que murieron con el paso de los años, la ópera es el único gran género tradicional que sobrevive", añade.

No esconde el director y actor Hermann Bonnin la fascinación que el campo reserva para la gente de teatro: "Se trata de un camino de investigación apasionante, porque plantea una dialéctica abierta, aún no resuelta, entre la palabra, la parte concreta de la ópera, y la música, que es pura abstracción. El reto me parece sugerente, porque hoy se plentea la necesidad de interpretar también escénicamente lo que se está diciendo".

"Es un hecho evidente que la ópera está incorporando nuevos públicos", afirma por su parte el director y escenógrafo Fabià Puigserver, responsable del Teatre Lliure de Barcelona. "Sin duda, ha influido mucho en este proceso la abundante discografía que ha permitido seguir la ópera sobre el mismo libreto. Y también influye la existencia de los grandes cantantes, con la mitificación que ello comporta".

Puigserver se ocupó de la escenografía de Sanson y Dalila, de Saint-Saëns, dirigida por Lluís Pasqual; con él trabajó también en Don Carlo y en Falstaff, producidos para el teatro de La Zarzuela de Madrid. De este último título, siempre con Pasqual, realizó una nueva versión para La Monnaie. En el Lliure dirigió hace unos años una Flauta Mágíca. Para el director, menos definitiva en el reclutamiento de nuevos públicos para la ópera ha sido la televisión, que considera "la peor manera de ver ópera, aunque permita leer el texto simultáneamente". Recursos como el utilizado por el Covent Garden de Londres, que, a partir de una Jenufa en checo durante la temporada 1986-1987, emplea un sistema de subtitulado colocado por encima de la boca del escenario, le parecen "soluciones intermedias": "Lo que realmente se plantea es qué pasa cuando no se entiende lo que se está cantando. Creo que esto ha de tener un límite".

Opera y teatro

"La ópera es teatro", prosigue Puigserver, "por mucho que en determinadas épocas haya prevalecido el aspecto lírico por encima de todo lo demás. Quien se proponga dirigir la puesta en escena de una ópera ha de tener claro que lo que está haciendo es teatro, por mucho que la música adquiera un protagonismo determinante, como demuestra el hecho de que recordemos las obras por el nombre del compositor y no del libretista".Sobre cómo se da esta relación ópera / teatro Puigserver opina que se trata de una influencia bidireccional: "Muchos montajes teatrales reciben influencias operísticas y viceversa. En mi Titus Andrònic, por ejemplo, utilicé fragmentos de música de Verdi porque necesitaba realzar de alguna manera la acción, y en la ópera encontré los coturnos que necesitaba".

El director muestra cierta desconfianza ante lo que cabe calificar de boom operístico actual: "Me preocupa que se considere el fenómeno superficialmente. Para la gente del mundo de la ópera, en muchas ocasiones, la modernización del género pasa exclusivamente por la gran producción, con todos los elementos escenográficos de que disponemos hoy en día. Pero a menudo se olvida hacer un planteamiento escénico desde una óptica estrictamente musical, y es en este caso cuando cabe hablar de dictadura de la puesta en escena. Lo importante en una ópera no es la escenografía en sí, sino el equilibrio de los varios elementos que intervienen en el montaje. Si nos quedamos sólo en la renovación de la escenografía entonces no habremos hecho más que un lavado de cara superficial que no ha creado nada nuevo. Y el riesgo es que, a la larga, podemos quedarnos sin público".

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