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Entre la espada nada y la pared

J. Ernesto Ayala-Dip

Cuando leímos por primera vez Catedral, y nos referimos exactamente al cuento que da título a uno de sus libros, comprendimos enseguida que ahí, en ese relato, quedaba condensada una nueva manera de construir literatura breve, una suerte de narrativa hecha de urgencia e inteligente elaboración. Velocidad y parsimonia. La velocidad la ponían los temas que abordaba Carver: la monotonía y esos mágicos sobresaltos en la cotidianeidad de la pequeña burguesía norteamericana. La parsimonia la dibujaban la técnica pensada, sincrética, apegada a la tradición y a la modernidad.De la avalancha de escritores norteamericanos que llegan por estos lares, Carver es el único, salvo honrosas excepciones, que nos dio la sensación de escribir entre la espada y la pared. Y el único con un secreto siempre digno de llamarse literario. Cada relato suyo nos traslada hasta este mundo que él entendía como un lugar amenazador. Una pirueta técnica, un manejo soberbio de la tramoya imaginativa hacía que esa amenaza se convirtiera en un friso de nuestro tiempo, fulminante y bello a la vez.

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Los personajes que pueblan sus relatos tienen la hechura de los implacablemente golpeados por la bebida, la marginación o la desidia. Sin embargo, con ese material Carver no cayó nunca en la trampa de un disfrazado naturalismo de nuevo cuño. Ni la sordidez, ni la promiscuidad con que están impregnados varios de sus cuentos, impidieron que Carver rechazara la más mínima posibilidad de introducir en ellos un toque de tensión estrictamente literaria, un hálito de ominosidad, una inesperada intrusión de lo mágico, lo amenazador, o un vuelco hacia la desolación.

Los pequeños fervores

Todo su tan mentado realismo sucio se reducía a eso, a plasmar con un sentido demoledoramente eficaz de la ambigüedad literaria al hombre contemporáneo, tal como él lo sorprendía: inmerso en un mundo absurdo, aferrado a pequeños fervores -un televisor, una cerveza, un amigo, etcétera-, liberado de pronto, epifánicamente, por un impulso de inquietante revelación.

Hay un aspecto que conviene resaltar en Carver, aspecto que casi siempre una crítica apresurada y unas solapas superficiales tienden a ignorar: Carver nunca soslayó la tradición literaria, ni la europea, ni la norteamericana. De la europea, aprendió con Flaubert el gusto por la reescritura, el placer doloroso por la incertidumbre y los abismos que generan toda reflexión sobre el estilo. Con el autor de Madame Bovary, Carver descubrió en la prosa la única posibilidad digna que ésta tiene de llamarse tal: aspirando siempre, contra las exigencias del mercadeo editorial, a la forma artística.

De la literatura de su país no desoyó aquel consejo de John Gardner: "si puedes expresarlo en quince palabras en vez de hacerlo en veinte o treinta, exprésalo en quince". Luego, no faltaron los ejemplos del maestro Hemingway, del que Carver dijo cuando leyó En nuestro tiempo: "esto es: si consigues escribir prosas como éstas, ya has conseguido algo". Tampoco faltó el tributo a un representante de la generación inmediatamente anterior a la suya. La lectura de Sixty Stories de Donald Barthelme le hicieron comprender la importancia que debe tener para todo verdadero escritor la búsqueda de un mundo propio. En cuanto a su inclusión en la escuela minimalista, Carver nunca renegó de pertenecer a ella. Aceptó y respetó sus reglas fundamentales, y ello comportaba incluir en el minimalismo a escritores como Borges o Beckett (John Barth incluso habla de los placeres minímalistas de Emily Dickinson).

Precisamente el mismo Barth ya nos alerta sobre los peligros de exclusión que esa escuela, mal entendida, podría producir, tanto en los nuevos escritores como en los lectores. Indudablemente el minimalismo implica austeridad en la forma, en la sintaxis, sin que esto signifique jamás una desafortunada ausencia de riqueza retórica, emocional y temática.

Tanto en Catedral como en De qué hablamos cuando hablamos de amor, las únicas obras publicadas en España, Raymond Carver dejó una muestra valiosa, y en cierta manera ejemplificante, de su arte cuentístico. La muerte le impidió sacudirse de encima esa especie de síndrome de Borges, según el cual la forma extensa, la ficción de largo aliento se le mostró, más o menos conscientemente, esquiva. Ahí quedan fragmentos de su auténtica búsqueda de belleza e intensidad literaria, como correspondía al poeta que también fue.

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