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UN SIGLO DEL NACIMIENTO DE RAYMOND CHANDLER

El hombre que quiso ser Yeats

Cuando era adolescente Chandler quería ser Yeats. Era el poeta de habla inglesa de más prestigio y, por tanto, el más instalado en la conciencia de la sociedad literaria, en es justo punto en el que la tradición se convierte en modernidad sin dejar de ser tradición.Residente en Inglaterra, tras el divorcio de sus padres, realizó estudios académicos y escribió versos yeatianos que ha pasado a la historia, pero no a la historia de la literatura. Los biógrafos de Chandler insisten en resaltar lo casual de su acercamiento al género policiaco en busca de un modo de vivir literario fácil de mercantilizar en pleno desarrollo de los pulps en el período de entreguerras.

Buena parte de los escritores norteamericanos de ese período consiguió sobrevivir, así en Nueva York como en París, gracias a la publicación de cuentos pagada en dólares, que era, y es, la mejor manera de cobrar. Había cuentos de cejas altas para revistas de cejas altas y había cuentos de cejas bajas para revistas de cejas bajas. Chandler tardó en descubrir la dignidad de su literatura, y vivió desde la conciencia de escritor insuficiente que no había conseguido ser Yeats.

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Cincuenta o sesenta años después, una visión de la llamada literatura negra norteamericana nos descubre un doble plano que se nos revela obvio. De una tradición literaria policiaca basada en la fórmula esperable por el receptor, algunos cultivadores del género obtienen un mutante estético, y en algunos casos consiguen darle ese valor de singularidad que exige la literatura desde el romanticismo. Los novelistas al conseguir ser singulares dejaron de ser negros, verdes, fucsias o grises, y en segundo plano, el género en sí, convertido en un fenómeno de sociología literaria y de literatura sociológica.

Injerto al realismo

Cuatro autores mutantes que consiguieron la singularidad literaria fueron Hammett, Chandler, Hymes y Patricia Highsmith. El género se convirtió en una propuesta de narrativa del neocapitalismo, y ha servido de injerto del realismo crítico, cuando llegó a Europa y alcanzó cimas como las que ha sabido escalar el mismísimo Sciascia. Tanto en Estados Unidos como al sur del río Grande, el género inspira la penúltima posibilidad de literatura voluntaria explícitamente crítica, dentro de sus reglas de distanciación lúdica consustanciales: como muestra ahí están las obras de Roger L. Symon, Paco Ignacio Taibo o Sasturain, entre muchísimos otros.Pero no le huyamos a Chandler. De los cuatro grandes de la novela negra, tan grandes que perdieron el color clasificador para los archivos mentales de la crítica más puñetera, es el que más trampas se hace, y, sin embargo, sabe sacar partido literario de esas trampas. Hammett cree en lo que hace, sin vacilaciones, y adopta el punto de vista de una cámara ultimando el behaviorismo hasta los límites de lo que luego sería el objetivismo de le nouveau roman. Hymes se identifica con la negritud de Harlem desde la mirada éticamente mestiza de sus policías negros vendidos a los blancos, y su mirada juega desde el cinismo de la situación, no desde la duda de la escritura como conocimiento autolegitimado.

La Highsmith parte de la misma gravedad creadora: ella ve el mundo así y ha de encontrar un portador de esa mirada, el punto de vista verosímil que haga verosímil la propuesta de verdad contenida en las 200 o 300 páginas de una novela. En cambio, Chandler se distingue de sus compañeros en que el relativismo juguetón de su punto de vista, de Marlowe, es el revelador de su propio relativismo ante la legitimidad del género. Un aristócrata de la cultura se ve obligado primero a trabajar como manager en una compañía petrolífera y después a escribir relatos y novelas de literatura considerada menor en los cenáculos más establecidos. Su dignidad profesional le lleva incluso a redactar un decálogo, hoy inservible, como todos los decálogos, sobre cómo debe ser una novela policiaca, pero la sensación de destierro de la literatura noble la transmite desde el propio Marlowe, que es algo más que un detective cínico o irónico: es un cuestionador constante de sí mismo y de las situaciones que vive. Sin embargo, la buena educación literaria de Chandler, su buen gusto, le permitió acceder a algo más de lo jue explícitamente se proponía. Él quería demostrar que a pesar del género sabía escribir, sin darse del todo cuenta que había obtenido un mutante estético con estilo propio, una obra autolegitimada en su propia lectura, más allá de los valores presumidos en toda obra de género. De hecho, su decálogo era su poética y traducía más su singularidad que la generalidad de una fórmula; esa singularidad que le permite ser hoy un autor más universal y revelador que cientos de autores que le fueron contemporáneos y que le miraron por encima del hombro de una estatura literaria convencional. No es que sostenga yo que el diseño de una olla a presión es equivalente a una tragedia de Shakespeare, pero la obra de Chandler, como la de Hammett, me parece tan imprescindible literariamente como pueda serlo la de Hemingway o Scott Fitzgerald, por poner ejemplos que le fueron próximos y porque hoy no tengo ganas de escandalizar.

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