Los crímenes del patriotismo
Algunos dicen que el avión derribado sobre el golfo Pérsico muestra los peligros inherentes a una tecnología demasiado avanzada para manos y ojos humanos. Confundir un enorme avión de pasajeros con un pequeño caza, ignorando la existencia de un vuelo civil regular que transitaba por su pasillo a la hora habitual, es cosa de ordenadores ultratecnificados. Si el radar ole la nave no hubiese sido tan fino, los pasajeros quizá habrían seguido su ruta tranquilamente y las cinco docenas de niños que iban a bordo habrían podido llegar a la edad adulta en vez de irse abrasando mientras duraba la caída hasta el mar.En Washington, el responsable último de la acción ha descargado de responsabilidad a quienes dieron la orden de fuego, y el Gobierno británico se ha apresurado a justificar el incidente; esto último no extraña, recordando que a la señora Thatcher le van métodos expeditivos, como los recientemente empleados por sus comandos en Gibraltar, y que ella ordenó hundir en las gélidas aguas del hemisferio Sur aquella antigualla inservible llamada General Belgrano para infortunio de más de mil reclutas. Envueltos en "consternación", deseosos de oír algo que permita creer la tesis del accidente, muchos Gobiernos callan lo que en su fuero interno sabe cualquiera. Porque sabemos que es un asesinato, precedido de muchos otros, cuyo objeto viene siendo Irán desde hace lustros. Tras instigar a Irak para que invadiera a su vecino y defenderlo de las justas represalias del invadido con ilimitados suministros militares, incluyendo armas químicas empleadas a discreción sobre objetivos tan civiles como el aerobús derribado, se pretende que los iraníes molesten menos o, mejor aún, que osen atacar y legitimen un arrasamiento en toda regla.
Por mi parte, sencillamente no encuentro adjetivos para describir crímenes de tal magnitud. Me sorprendería que haya en las cárceles del planeta hoy un solo condenado a muerte o a perpetuidad con más fundamento que quienes han intervenido en el acto de abatir ese avión. Quizá alevoso, cobarde desde el principio hasta. el final, fuese el epíteto ajustado. Quizá, si no hiciera falta añadir a la alevosía la hipocresía, y a la hipocresía la crueldad -nombre de la violencia cuando es innecesaria-, y a la crueldad el interés. La Constitución de 1787, esa joya de la ciencia política humana, tiene por actual garante a un actor que no escribe una sola línea de sus guiones; que usa la voz y la pluma para decir o firmar lo mandado por quienes financiaron desde los primeros pasos su carrera política. En consecuencia, al mundo sólo le queda esperar que sea sucedido por alguien a la altura del cargo y hacer votos para que en tan improbable caso no lo borren del mapa a las primeras de cambio. Los imperios son así, muy poco parecidos a la escrupulosa transparencia con que se gobierna a sí mismo un cantón suizo.
Actos como la destrucción del avión iraní hace unos días o el japonés hace unos años invitan a reflexionar sobre los crímenes que se acogen al interés nacional y la seguridad del Estado, velándose luego con el tabú de los secretos oficiales. Aunque gracias al esquema muchos miserables se convierten en patriotas, semejante transmutación se hace siempre a costa de terceros. Si alguien mata a alguien es asunto suyo, y debería responder de ello; pero si, alegando intereses nacionales, un representante de otros manda matar de igual manera -sin previo juicio- convierte a sus representados en cómplices, al mismo tiempo que se descarga él de responsabilidad. Reagan y el capitán de la nave, pongamos por caso, son ahora tan inocentes para su país como culpable resulta para Irán cualquier norteamericano. En esa perversión de los términos está la esencia del crimen patriótico, que seguirá produciendo medallas, ascensos y menciones de honor mientras no se le ponga coto.
Una de las raíces del entuerto está en permitir que los Gobiernos se confundan con el, Estado. Esto, que podía ser cierto para Luis XIV o Franco, es de todo punto incompatible con el Estado de derecho, donde son las leyes y no un equipo u otro de personas las que ostentan el cuidado de una sociedad política. Militares o civiles, los miembros del equipo gobernante no pueden arrogarse atribuciones distintas de las previstas con carácter específico en su comisión o mandato, que finalmente se resume en respetar y hacer respetar la legalidad. Por delegación de esas leyes, inviolables para él, al Gobierno le incumbe proteger nuestras personas, nuestros bienes y nuestras libertades, un conjunto de cosas que desde luego merece el nombre de patria. Es fundamental comprender que semejante finalidad ni admite ni exige crímenes. Al contrario, cuando los representantes de un pueblo mandan matar o robar con pretextos patrióticos, el acto no es sólo homicidio y robo, sino una traición que -por comprometer a sus representados- los lesiona directamente.
Sólo falta entonces mirar hacia la casa propia. Los crímenes del patriotismo son un privilegio ancestral entre nosotros, afectado por un reverdecinúento de sus equívocos laureles. Algunos actos de nuestros gobernantes piden a voces ese olvido y encubrimiento que protege el tabú del secreto oficial. Desde el caso Almería hasta el de Amedo, pasando por un rosario de escabrosidades que brillan hoy a propósito de cierto desaparecido, este país se viene preguntando si su policía ha de ser mafiosa y fascista por necesidad metafísica o tan sólo por necesidad patriótica. Mientras son perseguidos quienes desde dentro de los cuerpos intentan construir sindicatos que erradiquen esa banda, devolviendo a las fuerzas del orden el respeto de sus conciudadanos, los tribunales siguen atribuyendo a los testimonios de la vieja guardia un valor privilegiado, superior al de las otras personas. Mientras abogados y particulares son procesados por desacato y denegación de auxilio a la justicia, jefes y números. policiales son instruidos por sus superiores para que desobedezcan, y cuando alguno resulta condenado por ello es luego absuelto alegando "ausencia de malicia". Mientras la familia de un industrial debe decir cuánto y a quién paga para lograr la liberación del secuestrado, el Ministerio del Interior no debe cuentas a nadie por miles de millones presuntamente empleados en asesinar y sostener asesinos. Mientras la maquinaria gubernamental desconfía de todos por principio, todos debemos confiar ciegamente en ella. Mientras a escala oficial nos congratulamos de respetar escrupulosamente el Estado de derecho, la cabeza del Ejecutivo aclara que la transparencia en sus acciones llevaría a un Estado de desecho.
En otras palabras, sin secretos la casa gubernamental se convertiría en material para derribo. Franqueza por franqueza, cabe contestar que el asunto no es comparable a Watergate: allí un presidente mandó espiar a rivales políticos -cosa rutinaria entre nosotros-, y aqui hay en juego 20 asesinados. Los ibéricos somos diferentes, y de lo diferentes que somos habla, por ejemplo, que la encuesta sobre patrimonio de los políticos se descarte como un "proceso a la democracia". Hasta un niño entiende que ni nuestra democracia ni ninguna otra podrá existir sin procesos de esa índole y que su salud será tanto mayor cuanto más frecuentes resulten.
Pero antes de averiguar si tenía razón mi abuelo ("la política era un oficio muy caro en mis tiempos, muchacho, y ahora es muy rentable"), antes incluso de ponernos en huelga general como contribuyentes mientras no mejoren a corto plazo las obras y servicios públicos, la ciudadanía reclama que no sea entorpecida la investigación sobre crímenes patrióticos. Lo reclama porque omitir algo de lo primero será en todo caso responsabilidad del Gobierno, mientras omitir una coma de lo segundo nos convierte a todos en encubridores y cómplices. Nuestro aerobús particular tiene actualmente el nombre de un subcomisario, y su caja negra se llama fondos reservados.
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