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FESTIVAL DE TEATRO DE AVIÑÓN

Patrice Chéreau presenta una extraña e inteligente obra del joven Koltès

En 1982, Patrice Chéreau inauguraba su gestión al frente del Théâtre des Amandiers-Nanterre estrenando la segunda obra de un novel de 30 años llamado Bernard-Marie Koltès, un perfecto desconocido. Ahora presentó, el sábado en el Festival de Aviñón, Dans la solitudes des champs, del mismo autor, una obra extraña e inteligente.

La obra presentada en 1982 fue Combat de nègre el des chiens, dirigida por Chéreau, con una impresionante: escenografía de Richard Peduzzi y con Míchel Píccoli -que regresaba a la escena- en el reparto y obtuvo una buena acogida.En la temporada 1985-1986, Chéreau dirige, en el mismo escenario, un nuevo texto de Koltès, Qua¡ Ouest, esta vez con María Casares, Jean-Paul Roussillon y Catherine Hiégel -los dos últimos, sociétaires de la Comédie Française- en el reparto, cosechando un gran éxito. La siguiente temporada, el director vuelve a insistir con un tercer texto de Koltès, Dans la solitude des champs de coton, un texto para dos personajes (interpretados por Laurent Malet e Isaach de Bankolé, un actor negro), espectáculo que supone la consagración definitiva del joven autor y su lanzamiento internacional, (en la temporada 1987-1988, tan sólo 17 teatros de Alemania programaron uno u otro texto de Koltès).

Dans la solitudes des champs de coton (editada por las Éditions de Minuit, como los restantes textos de Koltès, salvo Combat) se presentó el sábado en el Festival de Aviñón (última función el 26 de julio), a taquilla cerrada, en una nave del polígo no industrial de Courtine que el festival suele utilizar como ta Rer para la construcción de de corados, interpretada en esta ocasión por Laurent Malet y el propio director, Patrice Chéreau, que sustituye a Isaach de Bankolé.

Con sólo 44 años y 38 mon tajes a sus espaldas -entre los que destacan la integral de Peer Gynt (Aman diers-Nanterre, 1985), la tetralogía wagneriana (Bayreuth, 1976), la integral de la Lulú de Berg (Opera de París, 1979), el Hamlet estrenado hace escasos días en Aviñón, amén de ese Don Giovanni en el que está trabajando y que debe inaugurar la Ópera de la Bastilla en 1989-, Patrice Chéreau es un director que se considera más influido por los grandes maestros de la pintura y de la cinematografía que deudor de una determinada tradición escénica. Sin ir más lejos, anteayer me confesaba no haber asistido en su vida a una representación de Hamlet. Así pues, no es de extrañar su predilección por el teatro de Koltès, un teatro todavía escaso para sacar conclusiones, pero en el que se aprecia ya una clara influencia cinematográfica.

Un filme de Jarmush

Si tuviera que definir en pocas palabras la nueva obra de Koltès, Dans la solitude des champs de coton -hermoso título que nada tiene que ver con la obra, que transcurre en una calle desierta, probablemente del Bronx neoyorquino, a altas horas de la noche-, echaría mano de un filme de Jarmush, Down by law, que tan buena acogida tuvo entre el joven público español. La extraña relación que se establece en aquel filme entre Tom Waits y John Lurie es idéntica, o casi idéntica, a la que en la obra de Koltès se establece entre el dealer (Patrice Chéreau) y su cliente (Laurent Malet)."Un deal", dice Koltès, "es una transacción comercial sobre mercancías prohibidas o estrictamente controladas que se concluye en espacios neutros, indefinidos, no previstos para este uso".

En esos metafóricos campos de algodón, es decir, en una callejuela del Bronx, junto a unos containers bañados en una luz lechosa e inmersos en una atmósfera enrarecida, casi irrespirable, se encuentran un punk esperpéntico, el cliente y el dealer, un tipejo tripón, viscoso, de voz y gestos relamidos, mitad turco mitad árabe, que se mueve como se movería una iguana sorprendida en plena digestión.Se enfrentan, se olfatean con la mirada, y una de dos, o bien se lían a puñetazos o a navajazos, en una palabra, se matan entre sí, o bien hablan. Y eso es lo que hacen los personajes de Koltès, como los de Down by law, no paran de hablar; se en rollan en cortos monólogos que se lanzan a la cara, acunados por cuatro compases de un blues lejano que se insinúa más que otra cosa.

Se enrollan -se atacan con la palabra o, mejor, se defienden-, pero sin que entre ellos se cree en ningún momento ningún tipo de complicidad. Durante la hora y media que dura el espectáculo, ambos personajes -traducción urbana y paroxística del augusto y el cara blanca; el texto rezuma un humor muy próximo también al de los personajes del filme de Jarmush- permanecen enrollados, valga la redundancia, en su propia soledad. Al final de la obra no sabremos qué es lo que el uno quería, si es que quería algo, y qué es lo que el otro vendía, si es que algo vendía.

Tan sólo esa sensación de extrema soledad, de animales indefensos, que sufren, que se desnudan frente al adversario, y que juegan a una camaradería imposible, de la que son plenamente conscientes. Esgrimiendo un lenguaje que de por sí constituye todo el motor de la obra, toda la acción; un lenguaje que a la vez hace mover piernas y brazos, dando momentáneamente un soplo de vida a esos dos pajarracos disecados que se cruzan en un territorio neutral. En resumidas cuentas, un combate de karate en una guardería. Eso es esa obra entrañable, inteligente, de Bernard-Marie Koltès.

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