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Fundamentos y disputa de los derechos humanos

Fernando Savater

Al igual que el nombre del régimen político más comúnmente elogiado democracia, o que la denominación de los ideales más anchamente anhelados, justicia o libertad, los derechos humanos son tantas veces invocados en vano o incluso a contrasentido que corren el riesgo de convertirse en términos vacíos. Aún peor, Iuncionan a menudo como comodines neutralizadores que ciertos regímenes políticos utilizan para en unas ocasiones bloquear y en otras diluir cualquier intento serio de transformar lo que Mounier llamaba "el desorden establecido". Sin embargo, esta situación conflictiva no es fruto de su decadencia, sino de su auge, al menos en el terreno de la teoría política. Hace 25 años era una antigualla dicciochesca, ineficaz para los revolucionarios y deletérea para los conservadores. Hacer hincapié en ellos era siempre síntoma para unos de segunda intención subversiva y para otros de incurable reblandecimiento ideológico. Pero hoy, en cambio, han vuelto a verse entronizados y debatidos como ideal político de primera magnitud, hasta el punto de que cabe preguntarse -como lo hace Jean Daniel- si han llega do a convertirse en una nueva religión para los no creyentes. Paradójicamente, pues, no es su olvido lo que ha debilitado los derechos humanos, resaltando sus contradicciones, sino más bien la reclamación vehemente y generalizada de su vigencia.La primera perplejidad que les aqueja se refiere al orden axiológico al que pertenecen. En algunos juegos infantiles de adivinanzas hay que comenzar preguntando: ¿animal, vegetal, persona o cosa? En los derechos humanos la cuestión es si pertenecen al orden de lo moral, lo político o lo jurídico. No me parece difícil demostrar que los tres órdenes comparten una raíz valorativa común: la autoafirmación humana, es decir, lo que los hombres quieren. Pero a efectos de razonamiento específico, la separación de estos tres campos resulta no menos exigible que la de los poderes ejecutivo, legislativo. y judicial, que más o menos todos asumimos a partir del barón de Montesquieu. Algunos derechos humanos, tomados por separado, parecen una explicitación del reconocimiento ético de lo específicamente humano, es decir, de su dignidad; otros corresponden indudablemente al área del derecho, pues se ocupan de cuestiones de justicia, tanto en lo tocante a distribución de bienes como en lo que respecta a prevención o reparación de males; otros, por fin, son de índole política, pues atienden a controlar los mecanismos de imposición del Estado sobre los individuos y la participación de éstos en la administración del poder. En realidad, los derechos humanos, tal como hoy están establecidos en la Carta de las Naciones Unidas, son un intento de generalizar internacionalmente los principios ideales que fundan las constituciones liberales de los países que reaccionaron antimonárquicamente en el siglo XVIII. En cuanto superación de todo ámbito nacional, trascienden cualquier proyecto constituyente de los hasta aliora conocidos. Al no tener ningún poder político tan universal como ellos misinos que garantice su aplicación, padecen o quizá disfrutan de una peculiar coloratura utópica que los sitúa a medio camino entre la promesa ideal y la estricta sobriedad del reglamento. Son en verdad transversales a la ética, el derecho y la política, intentando proporcionar el código donde las exigencias de los tres órdenes se reúnan sin confundirse. De aquí provienen sus peculiares insuficiencias y también su innegable y aun creciente fáscinación.

¿Derechos humanos o derechos naturales? La recurrente cuestión del derecho natural aparece en la base de la reflexión sobre los derechos comentados. Por un lado, es evidente la importancia de incorporar tales derechos a la legislación positiva de todos los países: en ello puede consistir el paso de la simple declaración de buenas intenciones a su plena vigencia. Pero en cierto modo la ambición de universalidad resultaría paradójicamente dañada si considerásemos que estos derechos son más universales al extenderse su vigencia positiva a mayor número de naciones: pues la universalidad no debe entenderse de modo puramente extensivo, sino que apunta y reclama algo diferente al tipo de comunidad instituida como Estado-nación. Cuando se convierten en una ley como cualquier otra, los derechos humanos dejan de referirse a aquello implícito sólo tangencialmente en cada una de las leyes, aquello de lo que las leyes positivas no son más que eventualmente imperfecta evocación práctica. A saber: que antes de que cualquier fuerza estatal respalde sus derechos, cada uno de los hombres tiene derecho a ser respaldado por algo más que la simple fuerza. Este algo es precisamente el sentido legal de la fuerza, que ha merecido a lo largo de la Inistoria nombres prestigiosos como Naturaleza, Dios o Humanidad. A lo que apuntar., los derechos humanos, a través de su enumeración circunstanciada e históricamente circunstancial, previamente a incorporarse a ninguna constitución estatal, es al universal derecho humano a ser sujeto de derechos. No estriba la cuestión tanto en que los humanos tengan univer- 1 salunente tales o cuales derechos, sino que tener a alguien por humano consiste en reconocerle ciertos derechos. Conceder a otro y, por tanto, a uno mismo la condición humana es admitir lo lícito de la reclamación de: sus derechos: la base, de los derechos humanos universales es el universal derecho a tener derechos que constituye la humanidad.

La idea de un protoderecho anterier al derecho positivo, de un estado de naturaleza en el que se fundase la naturaleza del Estado, ha sido objeto de sutíles defensas y contundentes demolicícines. Sería ridículamente pretencioso no ya intentar zanjar la disputa entre ¡usnaturalistas absolutos o moderados, moderados o absolutos positivistas, sino incluso aspirar a inventariar sus principales pasos. Pero cabe señalar al menos tres líneas de apuntalamiento de un cierto iusnaturalismo en lo tocante al tema de los derechos humanos. Primero, el papel de baremo o patrón de un protoderecho o derecho natural destinado no a sustituir a ningún derecho positivo, sino a juzgar en caso de discordancia entre derecho y derecho. Es una función ya indicada por Aristóteles, que excluye: el uso dogmático de los derechos naturales o humanos, destinándolos, por el contrario, a una función esencialmente crítica. En. segundo lugar, la íntima relación entre los derechos naturales o humanos y las necesidades humanas. Falta un catálogo fundado de las necesidades humanas, pese a los esfuerzos teéricos de autores marxistas como Agnes Heller, pero es evidente que existen unas necesi-

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dades básicas que van desde lo biológico a lo simbólico y que, por muy teñidas de convencionalismo que se presenten siempre, nunca pueden ser reducidas a simple cuestión convencional. En tercer lugar, ¿por qué no admitir que la verdad natural, es decir, inmutable y universal, de la justicia así reclamada es también una conquista histórica, resultado de la evolución y conflicto de las convenciones valorativas? Las ciencias modernas de la naturaleza pueden servirnos de ejemplo a este respecto: sus logros son perfectamente fechables e historiables, pero no se proponen como simples caprichos del esprit du temps: su vinculación polémica, pero esencial -intemporalcon la realidad nos permite ,comprender y actuar sin permanecer escépticamente fascinados por lo transitorio.

Tanto desde la derecha como desde la izquierda se han vertido (y se siguen vertiendo) ataques contra la noción misma de derechos humanos. Marx los consideró naturales tan sólo en el sentido de que revelaban la cruel lucha de todos contra todos que subyace a la mano oculta del capitalismo, propia de la más despiadada naturaleza: es decir, para él son derechos naturales, y, por tanto, inhumanos. Representan no al hombre, sino al burgués egoísta, insolidario y deseoso de ganancia, que los utiliza como código para asentar su privilegio. Pero Marx repara exclusivamente en el uso que tales derechos recibían en su época: falto por una vez -y no la única- del sentido histórico, desconoce el alcance subversivo de sus virtualidades. Dos acontecimientos posteriores comprometen seriamente el alcance de su crítica: primero, la inclusión en las sucesivas declaraciones de derechos sociales de protección que difícilmente son compatibles con el bosquejo por él trazado de ellos como simples instrumentos al servicio del explotador; segundo, la implantación en nuestro siglo de Estados totalitarios que, precisamente por haber borrado la efectividad de tales derechos en su ámbito, han llevado el concepto de explotación tanto económica como política a cotas desconocidas por el más cruel de los capitalismos decimonónicos.

Los teóricos de la derecha, tanto clásica como la llamada nueva, tampoco han ahorrado sus ataques a los derechos humanos. Burke, De Maistre yBenthani los tienen por vagas falacias, por abstracciones voluntarias que pretenden imponer su universalidad postiza sobre la diversidad real de los hombres. A fin de cuentas, los derechos humanos expresan el perverso deseo del individuo de juzgar a la sociedad sin la que no podría nada ni sería nada: es el enfrentamiento de la célula contra el cuerpo social. Los teóricos de la nueva derecha, coincidiendo en ello con muchos nacionalismos radicales de corte izquierdista, sostienen que lo esencial es la soberanía de cada pueblo o nación y que el individuo no puede tener derechos más que en cuanto pertenece a una de tales colectividades. Lo contrario sería sustituir las categorías políticas por categorías jurídicas, instituir una nomocracia y supeditar el destino soberano de cada pueblo al bienestar egoísta de los individuos que lo forman. Tal planteamiento convierte a los hombres concretos, que son siempre individuales, en indefensos siervos de la gleba adscritos a la nación autoritariamente maternal en la que han de encuadrarse. Semidigeridos por una amalgama totafizante, nunca son reales miembros subsistentes e irrepetibles del consorcio comunitario. Y los administradores del grupo en nombre de la mitológica esencia colectiva no están dispuestos a admitir que cada hombre quizá se parezca másen deseos y necesidades a los otros hombres que al ideal nacional forzadamente característico al que se le intenta reducir.

Los derechos humanos tienen un aspecto crítico, de baremo o paradigma, como ya se ha señalado antes. Según éste, lo importante no es pergeñar una lista más o menos satisfactoria -pero siempre revisable- de derechos del hombre, sino mantener sin desfallecer el derecho a ser hombre. Pues la condición humana no es un hecho, sino un derecho, porque implica una demanda a los semejantes y la aceptación de un compromiso esencial con ellos. No con los compatriotas, no con los correligionarios, sino con cuantos comparten nuestra misma suerte: la conciencia del deseo y la conciencia de la pérdida. Este derecho es individual, porque sólo el individuo sufre y muere; por tanto, sólo el individuo puede exponer noblemente su reclamación sin límites ni preciso destinatario; este derecho es universal, porque no se gana ni se pierde con nada que individualmente se logre, sino que se mantiene en la fuerza colectiva del reconocimiento de lo humano por lo humano. Es derecho no sólo a la diferencia, lo cual -sobre todo cuando se colectiviza- puede resultar caprichoso o trivial, sino a lo irrepetible, rasgo que resume y potencia cuanto de trágico hay en nuestra finitud. Pero además del uso crítico hay también en los derechos humanos un esbozo de algo por venir, el empeño de una institución aún no lograda. En la tierra habitada por 5.000 millones de seres humanos y en rápido y alarmante crecimiento de esa cifra de población, la reivindicación de lo universal no es un delirio religioso ni un nuevo mito laico occidental, sino una necesidad política que no admite colores nacionales ni aplazamientos interesados. En este sentido, los derechos humanos pueden ser considerados el adelanto de la futura Constitución del Estado mundial o del centro de control al que pueda recurrirse con eficacia por encima de los Estados nacionales. Quizá ésta sea la vía del cumplimiento de un viejo anhelo libertario, porque el Estado como hoy lo conocemos desaparecerá cuando ya no sea instrumento de enfrentamiento militar contra otros, sino una administración global de lo que forzosamente ha de ser común o desaparecer. Cuando ya no haya más que un Estado, éste dejará de ser Estado, al menos en el sentido clásico que hoy conocemos. Es dificil exagerar la importancia de esta perspectiva -para la ilusión y para el temor, sin duda-, que hoy tiene más que ver con la supervivencia que con la utopía, a no ser que aquélla no sea ya más que la postrera y desesperada manifestación de ésta.

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