Un juicio ejemplar
LA CONCLUSIÓN del juicio de la colza, tras 15 meses de sesiones en las que no han faltado incidentes de todo tipo y momentos de tensión, constituye ya de por sí un éxito. Para la propia justicia, que ha debido hacer frente a un proceso que rompe todos sus esquemas tradicionales de actuación, y para la sociedad española en su conjunto, víctima de la acción criminal desencadenada en la primavera de 1981 con el resultado de más de 600 ciudadanos muertos y otros 25.000 gravemente afectados, muchos de ellos con secuelas físicas y anímicas irreversibles.La endeble estructura de la justicia española ha salido fortalecida tras superar con bien el desafío que ha supuesto organizar y llevas a buen término un proceso de esta envergadura. Pero todavía más que para la justicia era vital para los ciudadanos españoles que no quedase frustrado el intento de determinar quiénes han sido los culpables de tan vil mercadeo y establecer el castigo que corresponde a sus crímenes. El que la justicia dijese su palabra en un asunto que ha sacudido el entramado social de este país era condición indispensable para que los españoles vuelvan a albergar la esperanza de que ya nunca más verán expuestas su salud y sus vidas a la voluntad de un puñado de logreros.
Sin duda, para los infles de afectados y para los familiares de los centenares de víctimas mortales del homicidio colectivo, la condena de los culpables, con ser una satisfacción moral obligada, no será suficiente. Queda la problemática y ardua cuestión de las indemnizaciones que les corresponden por el mal que se les causó, agravado por la dramática situación económica en que se encuentran quienes, en su inmensa mayoría, pertenecen a los sectores sociales más modestos. De este proceso nada, va a salir en limpio respecto de esta cuestión, pues ni los procesados tienen capacidad económica para hacer frente, en caso de condena, a las indemnizaciones, ni el Estado, que sí la tiene, figura como responsable civil subsidiario. Aquí se echa de ver la injusticia sobreañadida que ha supuesto para los afectados la incomprensible disociación de este proceso de la investigación sobre la posible responsabilidad penal de quienes, a niveles políticos y administrativos, propiciaron, con omisiones o consentimientos, el comercio del aceite envenenado. En todo caso, es de esperar que una sentencia condenatoria, además de constituir una justa sanción a los culpables, sirva para desactivar el sumario abierto contra los altos cargos de la Administración ucedista de la época, paralizado a la espera de lo que resulte del proceso a los aceiteros.
Pero aun en el supuesto de que éstos fueran absueltos y ello trajese como consecuencia el sobreseimiento del sumario de los altos cargos, no por ello la Administración del Estado debería lavarse alegremente las manos en un asunto en que su responsabilidad política es evidente. Los políticos de UCD y del PSOE que en su día declararon en el juicio de la colza se obstinaron en negar responsabilidad alguna a la Administración del Estado en la aparición del síndrome tóxico. Pero sólo las omisiones, negligencias y consentimientos propiciados durante mucho tiempo desde las instancias políticas y administrativas pueden explicar la existencia del mercadeo criminal que se generó en España con las mezclas de aceites de semillas. Por ello, aunque no estuviera obligado por razones de carácter penal a indemnizar a las víctimas de aquel tráfico homicida, el Estado no puede, por decencia política, dejar de buscar otras fórmulas con las que dar cumplimiento a este elemental compromiso de solidaridad. En este sentido, una ley en la que se fijasen unas indemnizaciones razonables a los afectados no sólo dignificaría al Gobierno y al Parlamento, sino que contribuiría también a cicatrizar en lo posible las secuelas de una tragedia que no puede volver a tener cabida en la sociedad española.
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