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Jugadores de ventaja

Entre los argumentos aducidos para censurar el llamado tráfico de influencias hay un concepto que resalta por su tan reiterado como impreciso uso. El de interés público, interés general o bien común, que a menudo acostumbra a contraponerse al de interés privado o bien particular.

Dicha oposición público-privado, correlato de la general-particular, no estuvo, sin embargo, formulada así en el pensamiento liberal originario. Incluso algunos teóricos, entre los cuales Mandeville no fue una excepción, llegaron a ironizar presentando la virtud pública como resultante del conjunto de vicios privados dejados a su libre albedrío con la menor intervención estatal posible.Ahora, en el Parlamento español, al tratar de investigar presuntos casos de tráfico de influencias al objeto de aprobar una normativa legal que determine la ilicitud de actos y conductas que desde un punto de vista moral han sido considerados perniciosos, vuelve a ser esgrimido el tan traído y llevado interés general. Desde la comisión parlamentaria a los medios de comunicación, y de éstos a la ciudadanía, circulando en ambos sentidos, la poco concisa noción de interés general parece extenderse y consolidarse con un significado opuesto y acaso incompatible con el de interés particular.

Si nos preguntamos acerca de lo que pudiera ser el interés general, el deseo de dar respuesta a esa pregunta permite partir al menos de tres conceptualizaciones diferentes, ciñéndonos siempre a los supuestos de la propia doctrina liberal.

La primera de ellas admite la racionalidad inherente al ser humano y, en función de la misma, acepta como interés general aquello que la gente (es decir, la mayoría) entiende por tal. Éste es, por tanto, un supuesto que o frece una respuesta estipulativa y modificable. Dicha idea, tan fisiocrática como rusoniana (voluntad general), es la más extendida, todavía hoy, en los regímenes liberal-democráticos. Según ella, los gobernantes, cuyas acciones han de estar inspiradas por el bien común, han de limitarse a tomar buena nota de los deseos de la comunidad, surgidos espontáneamente en su seno, y traducirlos en decisiones políticas imperativas. Tales decisiones estarán, en consecuencia, ordenadas por la razón colectiva y legitimadas por los ciudadanos cuyas demandas han sido causa de su adopción.

Interés general

Pero, dado que cabe suponer que esos ciudadanos puedan ser objeto de manipulación y demagogias que ofusquen su sano juicio, para evitar las nocivas consecuencias que de ello pueden derivar, aparece una segunda concepción de interés general. Según ésta, son ahora los gobernantes, una minoría instruida y desinteresada, quienes definen aquello que es mejor para todos. La legitimidad para actuar así deriva del principio electivo en que se basa la representación. Y el acierto en sus decisiones, de la aplicación a cada medida concreta de unos valores genéricos, conocidos por sus electores, que alientan y cualifican su programa. Es cierto, no obstante, que para evitar el riesgo de arbitrariedad del primero de los supuestos puede caerse, como así ha ocurrido, en el peligro de arbitrismo del segundo.

El tercero de los supuestos mencionados, en relación a lo que fuere el interés general, parece admitir tanto los inconvenientes que presentaban los dos precedentes como reconocer la dificultad para establecer. un único y predefinido concepto de interés común, de cuya existencia comienza a dudarse. Para soslayar los primeros, la sociedad, concebida antes como comunidad de individuos unidos por el interés, es presentada ahora como amalgama de grupos, de diversa entidad y significación, cuyas relaciones están presididas por un permanente y renovado conflicto. Los intereses enfrentados son múltiples. Pero todos ellos, sean cuales fueren, aparecen como dignos, legítimos y, por tanto, tutelables: el único requisito que se exige -y con respecto a él no cabe concesión alguna- consiste en que la defensa de esos intereses se realice mediante unas normas y por unos procedimientos públicos y establecidos legalmente.

La legitimidad, en este supuesto, la confiere, por tanto, el procedimiento. Y la función que compete a los gobernantes se limita a elaborar y aprobar dichas normas y vigilar para que las reglas del juego así establecido sean respetadas; asimismo, para que dicho juego pueda continuar, prestar cierto apoyo a los jugadores más débiles. Si a pesar de dicha ayuda no consiguen mantenerse, es menester recoger los cadáveres para que éstos, con su molesta presencia, no perturben al resto de los jugadores ni obstaculicen el propio desarrollo del juego.

En ese permanente enfrentamiento reglado prevalecerán, en cada ocasión, unos u otros intereses particulares que no precisan ya ser presentados como generales para que sean aceptados como los más convenientes para la colectividad en ese preciso momento.

Pues bien, de esas tres concepciones de lo que pudiera ser, caso de existir, el denominado interés general, ¿cuál de ellas ha sido la utilizada por quienes censuran el llamado tráfico de influencias? Parece, por todo lo dicho, que la más próxima debiera ser la primera de ellas. Aquella que es, como hemos visto, la que presenta un riesgo dificil de evitar y la que deja abierto un flanco mayor a la crítica.

Pero sin detenernos ahora en ambas limitaciones, y dando por bueno que la mayoría de la gente considera que el tráfico de influencias vulnera ese impreciso interés general, podemos preguntarnos ¿de qué modo se produce tal perjuicio?

Una respuesta inicial parecería obvia: porque menoscaba un principio democrático esencial, el principio de igualdad. Es cierto que quien goza de relaciones o de influencia, quien tiene mejor información, ha hecho favores o puede hacerlos, mantiene una posición privilegiada, es decir, desigual, con respecto a otros competidores en una misma actividad. Ahora bien, a fuer de sinceros, hemos de convenir que esa ilusoria igualdad ni existe ni parece posible que se produzca. La inexistencia del más leve indicio de tráfico de influencias políticas no significaría disminución alguna de la notoria desigualdad social, cuyo origen radica en otros tipos de tráfico.

Planteadas así las cosas, es preciso admitir que los casos de tráfico de influencias, en el supuesto de haberse producido, más que dañar a un interés general difícil de definir, han podido beneficiar a unos intereses particulares en detrimento de otros asimismo privados, o contravenir unos principios éticos que debieran vertebrar el sistema. Las críticas, debido a ello, provienen, por una parte, de esos particulares afectados real o potencialmente, y por otra, de los defensores de esos valores morales, quienes consideran nocivo que. unos políticos, en activo o en excedencia, hayan incrementado sus bienes merced a sus relaciones, conocimientos y capacidad de acceso a quienes toman las decisiones.

Reglas del juego

Ambos supuestos, se afirma, contribuyen al deterioro del sistema, aunque por el momento no quepa calificarlos de delictivos. El primero, porque significa que algunos han alterado las reglas del juego. El segundo, porque deteriora esa imagen de imparcialidad y desinterés que debiera acompañar a quienes se dedican a la política. Si los políticos dejan de actuar como árbitros para pasar a ser jugadores, es posible que lo sean de ventaja, aunque, desde luego, cabe que eso no suceda. Pero el temor de que así ocurra, por afectar a las propias reglas de juego en que el sistema se asienta, es contemplado con desasosiego por aquellos que desean su continuidad. Admitido así, parece indudable la conveniencia de que el Parlamento, de un modo u otro, actúe. Sin que para ello sea preciso recurrir de nuevo a ese interés general tan manido como farisaico. Ni, en función del mismo, lanzar sin ton ni son acusaciones tan infundadas como injuriosas.

es profesor de Teoría de la Ciencia Política en la universidad Complutense.

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