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La herida de los héroes

La literatura occidental se abre con un largo grito de dolor. En los poemas homéricos se describen exactamente 172 heridas. No es tanto la cólera de Aquiles la protagonista del poema que narra las aventuras de unos hombres junto a las murallas de Troya, sino la vulnerabilidad de sus cuerpos, que establece la insalvable frontera de la muerte y el dolor. Pero ese cuerpo herido manifiesta, en el certero lenguaje con el que el poeta de la Iliada lo describe, un momento esencial de la cultura. Por primera vez, unos ojos humanos convierten la soñada y mítica batalla en algo más intenso y real que el ruido y la furia. Las palabras reflejan ese sueño, y comienzan a describir, para el tiempo eterno de la historia, la experiencia del dolor.La aparente crudeza, incluso la crueldad de ese lenguaje, no son sino formas de expresar con las palabras la estructura de la naturaleza. La espada, la piedra o la lanza son los instrumentos que permiten al poeta ir describiendo las incidencias de esa agresión. Y son también, en los ojos perdidos de esos guerreros, donde los ojos de Homero, que miran desde el lenguaje, iluminan una perspectiva nueva desde la que alcanzar la realidad. Con razón se ha afirmado que, en comparación con la Iliada o la Odisea, toda la épica posterior, Nibelungos, Poema del Cid, Chanson de Roland, parece empobrecida, sin sustancia lingüística que recogiese el latir de la vida y, en ella, la mirada que la descubría.

La irrupción del dolor y la muerte, en este primer estadio de la poesía épica, presenta ya una imprevista madurez. Dolor y muerte no son dos palabras que señalasen los duros límites con que la naturaleza marca a sus criaturas. Hablar del dolor, tal como ocurre en los poemas homéricos, supone ya el descubrimiento de un estadio superior de la cultura. Esta imagen de lo real, de lo humano que, por ejemplo, encontramos en la Iliada no sólo abre el mundo del lenguaje ante el reto de reflejar el mundo de la naturaleza, sino que manifiesta, al mismo tiempo, las directrices esenciales que van a determinar lo mejor de una tradición cultural frecuentemente desviada.

"Penelao hirió a Ilioneo, hijo único que a Forbante -hombre rico en ovejas y amado sobre todos los teucros por Hermes, que le dio muchos bienes- su esposa le pariera: la lanza, penetrando por debajo de una ceja, le arrancó el globo del ojo, le atravesó la cuenca y le salió por la nuca, y el guerrero vino al suelo con los brazos abiertos. Penelao, desnudando la aguda espada, cercenó la cabeza, que cayó a tierra con el casco; y como la fornida lanza seguía clavada en el ojo, la agarró, levantó la cabeza cual si fuese una flor de adormidera y la mostró a los teucros". Inserto en el mismo lenguaje que describe el cuerpo surge el lenguaje de la poesía, el lenguaje que no nombra ya lo real, sino que crea el espejo donde se posa la imaginación, el sueño y el deseo. En el símbolo de la vida, que es luz, la cabeza de Ilioneo, ensartada en la lanza que su enemigo enarbola, aparece al poeta como una flor de adormidera, como un anuncio de la tiniebla, el peor castigo para aquel pueblo que llamó idea y leopía, o sea, aquello que se ve, a uno de sus mayores descubrimientos intelectuales. "Padre Zeus, libra de la espesa niebla a los aqueos, serena el cielo, concede que nuestros ojos vean y destrúyenos, ya que así te place; pero en la luz".

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Las heridas de los héroes, que abren el espacio del cuerpo, extienden su dolor hacia un espacio más sutil y más amplio: el espacio social. Cada guerrero arrastra consigo su historia personal, que se hace presente en el momento del sufrimiento y de la muerte. "Había un cierto Euquenor, rico y valiente, que era vástago del adivino Poliido, habitaba en Corinto y se embarcó para Troya, no obstante saber la suerte que allí le aguardaba. El buen anciano Poliido habíale dicho repetidas veces que moriría de penosa dolencia en el palacio o sucumbiría a manos de los teucros; y él, queriendo evitar los reproches de los aqueos y la enfermedad odiosa con sus dolores, decidió ir a Ilion. A éste fue al que Paris le clavó la flecha por debajo de la quijada y de la oreja: la vida huyó de los miembros del guerrero y la oscuridad horrible le envolvió".

Homero, o los poetas que compusieron estos cantos, idearon con sus versos el dominio de lo especulativo. Este término ha tenido una dilatada historia en el pensamiento filosófico. Ha servido para expresar el microcosmos de la mente y su especial manera de ser todas las cosas. Especulativo tiene que ver, etimológicamente, con speculum, espejo. Curiosa paradoja el que una palabra que alude a la ciudadanía interior, a la consciencia, al complejo mundo de la abstracción, tenga su origen en algo que no es sino la pura reproducción pasiva de aquello que la luz transporta. Pero precisamente ese reflejo ideal de las palabras recoge el perfil de una concepción del mundo y de la vida en la que el hombre va a empezar a ocupar su indiscutible centro. El lenguaje que nos transmite las hazañas épicas representa ya un ámbito singular en el discurso humano. Su verdad no consiste sólo en una referencia a una supuesta realidad con la que pudiera ser contrastada. Creación del mundo interior, su verdad es su mera manifestación, donde se hace presente el inabarcable territorio de la sensibilidad que las palabras nombran. Y en ese espejo aparecen el dolor y la muerte; pero aparecen intentando su superación, roturando la infinita parcela por donde tendría que extenderse la "pasión del hombre y su inalterable amor a la vida". Nada mejor que dejar oír la voz del poeta. "Al héroe Alcatoo -era yerno de Anquises y tenía por esposa a Hipodamia, la hija primogénita a quien el padre y la venerable madre amaban porque sobresalía en hermosura, talento y destreza entre todas las de su edad-, el dios ofuscóle los brillantes ojos y paralizó sus hermosos miembros, y no pudo Alcatoo evitar la acometida de Idomeneo, que le envasó la lanza en medio del pecho mientras estaba inmóvil como una columna o un árbol de alta copa... El guerrero cayó con estrépito, y como la lanza se había clavado en su corazón, movíanla las palpitaciones de éste; pero pronto el arma impetuosa perdió su fuerza". Probablemente el realismo de la lanza latiendo al aire del corazón es un realismo literario, o sea, un realismo ideal. Pero un lenguaje capaz de recoger con tal sensibilidad esta poderosa imagen no sólo es un lenguaje que anticipa el de los escritos hipocráticos, sino el lenguaje mismo del espejo de la literatura. Por eso al héroe herido se le ofuscan los ojos. Sin mirada, Alcatoo se convierte en naturaleza, "inmóvil como un árbol de alta copa", aunque la lanza hecha de "un tronco secado en la ribera" vuelve a adquirir vida, a reverdecer, plantada en el corazón del guerrero.

La relación con su propio cuerpo convierte al héroe en objeto de su propio dolor. Eurípilo, con una flecha clavada en su muslo, pide a Patrocio que le salve: "Llévame a la negra nave,arráncame la flecha del muslo, lava con agua tibia la oscura sangre que fluye de la herida y ponme en ella drogas (pharmaka) calmantes y salutíferas que, según -dicen, te dio a conocer Aquiles... El escudero, al verlos venir, extendió sobre el suelo de la tienda pieles de buey. Patroclo recostó en ellas a Eurípilo y sacó del muslo, con la daga, la aguda y acerba flecha, y después de lavar con agua tibia la oscura sangre, espolvoreó la herida con una raíz amarga que previamente había desmenuzado con la mano. La raíz calmó el dolor, secóse la herida y la sangre dejó de correr". La relación inmediata con el cuerpo lleva al guerrero a describir y diagnosticar sus heridas. Así Glauco, con el brazo atravesado, nos ofrece el primer esbozo de historia clínica que conocemos: "Tengo esta grave herida, padezco agudos dolores en el brazo derecho y la sangre no se seca: el hombro se va entorpeciendo y ya me es imposible manejar firmemente las armas".

Esta danza en torno a la muerte está, paradójicamente, llena de esperanza, alentada de vida. Por encima de los hechos, las palabras que hablaban del mundo, de los hombres, de la singular peripecia de sus cuerpos, estaban enlazadas por un vínculo que la ciencia, la filosofía, el arte iba continuamente a anudar: la philía, la amistad, el amor. Como el logos -estructura intersubjetiva que también une y comunica-, la philía, para serlo, tuvo que alimentarse de la vida, de lo real, y a desearlo y descubrirlo. Y de esa mirada sobre lo real construyeron los griegos el mundo ideal.

Una cultura que se opuso a la soledad de los hombres, a su inmenso anonimato, y que, al lado de las palabras con que describe las heridas de los cuerpos, estaba describiendo e iniciando también la inacabada aventura de su amor por ellos. Una herida verdaderamente irrestañable sería, para nosotros, el no sentirnos herederos de esa historia.

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