El reto de la inteligencia
Francisco Ayala empezó a volver a España a principios de los años sesenta. Conectó enseguida con la gente del exilio interior, con todos aquellos que le recordaban como uno de los jóvenes prodigios de la generación de la Revista de Occidente, experimentalista, triunfador acaso prematuro como narrador desde sus 19 años, joven letrado de las Cortes y Catedrático de Derecho Político, viajero por Europa y América antes de emprender el extraño exilio al que acaso nunca opositó pero que no tuvo más remedio que asumir a tan temprana edad.Luego se vió investido de repente como uno de los líderes que -tan tarde y tan despacio- nos inventábamos en España sobre la literatura del exilio, como si ello pudiera ser un remedio para nuestra literatura del interior. Necesitábamos remedios, claro está, y tomábamos los que encontrábamos como si fueran panaceas para que nuestro panorama no fuese tan vacío. Que entonces no lo era tanto, desde luego, aunque lo pensáramos sin parar todo el rato.
Y entonces, en medio de nuestro desconcierto, Francisco Ayala declaraba paladinamente que no sabía bien qué podía ser todo aquello de la literatura del exilio, que él no tenía nada que ver con todo aquello, y que la literatura española, y de paso España entera, eran otra cosa. Tamaña lucidez, cuando las autoridades de la época estaban prohibiendo concienzudamente sus libros, no dejaba de ser tan insólita como aleccionadora. La primera entrevista que con él publiqué, a finales de los sesenta, casi me costó la expulsión del periódico en el que trabajaba, de la que me salvó mi director, Jesús de la Serna. Pero el censor de entonces sigue ahora su carrera democrática e impune. Bien es verdad que, para un joven granadino de la época, la lucha por la racionalización de aquél país llamado España debió ser algo bastante titánico. De todas formas, para cuando se desencadenó la tragedia de la guerra civil, Ayala había hecho ya de paso todo lo que podía.
Había publicado cuatro libros narrativos que iban desde el postnoventayochismo a la más absoluta vanguardia, había ganado sus sucesivas y tempranas oposiciones, se alineaba con los sectores más cultos de la inteligencia pronto desarbolada de la época, había viajado por Europa y finalmente optado por la fuga antes de aceptar la sinrazón y la dictadura. Buenos Aires, Río de Janeiro, Puerto Rico y Estados Unidos conocieron la palabra irreductible de un profesor y de un escritor que sólo había pactado con la razón y con la idea que de élla tenía, esto es, con su propia inteligencia, pues al final pensaba que con ella bastaba.
En España
Ya en España compró el piso frontero al de la Corchera Ibérica, que don Enrique Tierno Galván había ocupado como tapadera de sus transparentes y molestas oposiciones, y allí reside, a la sombra de la Cibeles, como un madrileño más, aunque de los de antes y acaso de los de mañana. Sus libros, con cuentagotas y censuras, iban apareciendo poco a poco, hasta que su regreso fue tan ostensible que nadie podía ocultarlo. El jardín de las delicias, esa fábula que disuelve el maniqueísmo, le valió el premio de la Crítica a finales de los sesenta, cuando ya había publicado sus fascinantes reflexiones narrativas sobre la historia española, La cabeza del cordero y Los usurpadores, o su gran díptico narrativo de Muertes de perro y El fondo del vaso.
La Historia de macacos le debió divertir más, a pesar del dolor, pero no tenía más remedio que regresar a pesar de todo, alternando su trabajo norteamericano con su vocación española, para llegar irremediablemente al premio Nacional de Literatura por sus Recuerdos y Olvidos, que ahora han aparecido corregidos y aumentados, en un ejercicio ascético donde la inteligencia se aúna con la moral: uno debe siempre saber lo que recuerda y lo que calla, hasta por encima del tiempo que corre por encima de todo. Y de paso, hasta la Academia Española, que esta vez acertó.
Esta ha sido su lección, y la razón de la extraña supervivencia de una inteligencia que se niega a dejar de serlo a pesar de todas las edades posibles. Hace unos días, Francisco Ayala apostaba en estas páginas por la legalización de la droga, en un debate tan espinoso como fascinante.
Esa es la virtud del verdadero liberalismo, que, cada día que pasa, se la sigue jugando como al principio. Y el premio de las letras españolas recae ahora en esta mente tan juvenil -y astuta- como al principio. No había otro remedio.
Babelia
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