La lentitud de los bueyes
Julio Llamazares tiene un libro de versos cuyo título no entendí hasta el pasado jueves por la tarde cuando por vez primera fui a una corrida de toros. El autor de La lluvia amarilla llamó a su primera obra poética La lentitud de los bueyes y hasta ese día del Corpus Christi no supe qué quería decir con esas cinco palabras el joven escritor leonés. Se ve claro en la plaza: el buey es un buen salvaje, manso y renuente, un ser dotado de la inteligencia de los que que carecen de pituitarla para los colores y aún así van por la vida orientándose como imitadores del movimiento ajeno.Son lentos y seguros, generosos con los otros, a los que siguen a pies juntillas con el propósito, sanísimo, de llevarles la corriente. Pero la respuesta que reciben es realmente calamitosa: tienen instantes de felicidad cuando el torero se para, y entonces ellos miran al tendido y se convierten en cancerberos de una puerta enorme e imaginaria a la que guardan sin objeto alguno. Pero luego el torero recuerda lo que cobra por corrida, azuza a sus empleados, que cobran menos, como es natural, y vuelven a llevar al buey manso asimular salvajadas que terminan con la paradoja de la muerte. Paradoja, porque quien se gana la vida realmente en la corrida es el toro, sin que esto quiera insinuar, ni mucho menos, que los otros no hagan lo posible por mantenerse enhiestos. Pero la sensación que le da al espectador -Y sobre todo al espectador que va por vez primera a los toros- es la de que si hay un personaje honesto y organizado en aquel redondel de colores ese es el toro de lidia, al que tan poca justicia se hace.
A estos bueyes mansos a los que se obliga a corretear detrás de un trapo mojado y rojo se les llama del modo más ignominioso, como si se les quisiera matar por lo que más duele: el nombre propio. La tarde del día del Corpus Christi sacaron a la plaza seis toros maravillosos a los que asesinaron al nombrarlos. Al primero, que le guiñaba el ojo a los vendedores de helados antes de que le hicieran sufrir la humiIlación de la muerte, le llamaron Bizcochito, y con ese nombre de desayuno pobre le precedió en el lance a otro compañero suyo, un poco más grueso, que para seguir la teoría iniciada por su nombre calamitoso se llamó nada menos que Taza. Uno llamado Maño dejó en la plaza la metáfora de la tozudez y un toro, que imagino analfabeto, le hizo verdaderas perrerías a su contrario a pesar de llamarse Escriboso.
A uno se le llamó bien, porque Solitario es un buen nombre para toro, y para cualquiera, pero al último, que fue un toro muy bien despedido por los aficionados que me acompañaban en la plaza, le dieron un puyazo nada más nacer: le llamaron Comesueros. Pues así, con esos nombres y con el aire de haber perdido a los padres en idénticas circunstancias, estos bueyes mansos reciben por su manera de estar, tan enhiesta y gallarda, el merecido que no querrían. Una vez muertos, con sus ojos definitivamente tristes, como los ojos de los meláncolicos, el hombre de la cal lo vuelve a poner todo en orden y los despiadados caballos se llevan al buey salvaje de una plaza a la que no quisieron ir, aunque si fueron fue por hacerle el gusto a otros. No saben agradecérselo y les matan tan rápido que apenas tienen tiempo de tomarle el pulso a la agonía. Se van velozmente, sin posibilidad alguna de seguir cumpliendo años sobre la hierba que les arrebatan.
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