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FERIA DE SAN ISIDRO

El atraco

Ni el becerro, ni el pico, ni el Curro, ni nada ni nadie habrán endurecido jamás tanto al público de Las Ventas como la arbitraria, injustificable, desvergonzada suspensión de la corrida de ayer en el cuarto toro. El público se sentía burlado y estafado, gritaba que aquello era un atraco y a punto estuvo de haber una hecatombe. Llega a ser la plaza de madera, y la pegan fuego. Por desahogar su ira, algunos espectadores rajaron las almohadillas y esparcieron al viento su relleno de plumas. Los más, sin embargo, hicieron de las almohadillas más contundente uso y las arrojaban contra los toreros, contra los empresarios, contra los diputados de la Comunidad, contra cuanto se movía por el callejón.La lluvia fue la excusa, los tres matadores el motivo, la autoridad el desencadenante. Empezó la corrida a plaza casi llena y con las cámaras de televisión transmitiendo la fiesta, que acabaría desenvocando en suceso. El cielo estaba cubierto de negras nubes que amenazaban tromba. Menuda trómbola va a caer, presagiaba don Mariano. Poco después de salir el primer toro llovió, zarandeó el toro al caballo de picar, y Manzanares ensayó derechazos, sin remate, tanto porque de rematar pasa como porque el toro se desentendía de la muleta.

Benavides / Manzanares, Robles, Domínguez

Tres toros de Martínez Benavides, bien presentados, manejables. Manzanares: media (silencio). Julio Robles: pinchazo bajísimo y golletazo escandaloso (pitos). Roberto Domínguez: metisaca bajo, estocada delantera perpendicular y dos descabellos (silencio). Llovió copiosamente durante los dos primeros toros y arrastrado el 3º, se determinó la supensión de la corrida, provocando un escándalo mayúsculo. Plaza de Las Ventas, 24 de mayo. 12ª corrida de feria.

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Respeto al público

El segundo en la arena, la lluvia se hizo copiosa y gran parte del público se guareció en las galerías interiores de la plaza. Los que tenían paraguas, chubasqueros, impermeables, gabardinas, capotes de caza mayor y menor, bolsas de plástico, ponchos peruanos, sombreros, boinas capadas o no, morriones, barretinas y demás prendas de que se sirve el aficionado para paliar los cataclismos de la naturaleza, vieron la faena de muleta, que le salía destemplada a Julio Robles y estuvieron a punto de vomitar por el golletazo con que apuñaló tabernariamente al toro, que no tenía culpa de nada.

Dos carreras había pegado el tercero cuando escampó. Roberto Domínguez se preocupó de afinar hasta la exquisitez el academicismo de las posturas que más convienen a la plástica de las suertes, mientras su interpretación no las guardaba correspondencia: trazaba el pasee para allá, y no podía ligarlo, porque es para acá.

Arrastrado el toro, se incorporaron a sus localidades los enjutos de las galerías, los mojados arriaron su arsenal antimeteoros, y todos juntos se aprestaron a presenciar la lidia del cuarto toro. Pero no hubo tal lidia porque se fraguó el atraco (sólo habría faltado que fuera a mano armada) a un público santo que había pagado religiosamente su entrada. A pesar de que no había caído ni gota desde hacía casi media hora, a pesar de que hay arena en la plaza y areneros para esparcirla sobre los charcos, los toreros determinaron no torear y el presidente autorizó la deserción.

Por megafonía intentaron varias veces dar un comunicado y no pudo oirse porque el público lo abucheaba. El público no quería explicaciones, quería toros, y si no, el importe de su entrada. Y como no le daban ni lo uno ni lo otro, al grito de ¡bandidos, sinvergüenzas, estafadores, chorizooos! la emprendió a almohadillazos, en violenta torrentera, primero contra los toreros, que abandonaron el redondel protegidos por los escudos de la policía antidisturbios, luego, contra el personal del callejón. Tenían dónde elegir, pues en el callejón había la muchedumbre habitual. Buscaban principalmente a Chopera, el empresario -que debió disfrazarse de lagarterana y no fue reconocido-, después a los diputados. Tiraban a tiro de caballero, con ventaja por tanto, y aunque los que tomaban por diputados huían veloces en ansiosa demanda del patio de arrastre, a más de uno le alcanzaron en el puro cogote. Otros se guarecieron en los burladeros bajo los toldillos de zinc, masvarios espectadores la emprendieron a paraguazos con los toldillos, hubieron de salir, y los corrieron también.

Calientes los ánimos cada vez más, los aficionados concertaban acciones conjuntas, por doquier tremaban plumas, el ruedo estaba cuajado de almohadillas. En chiqueros quedaron tres toros que se ahorró el empresario. Si cada toro vale un millón de pesetas, esta es la cuenta: tres por uno, tres; tres millones de pesetas, que se embolsó guapamente la empresa un 24 de mayo, porque llovía. Uno de esos toros pesaba 635 kilos y le correspondía a Manzanares, que se libró del susto, si bien cobró sus honorarios íntegros, como todos. Y la autoridad, bendiciéndoles, con la coartada de un reglamento que casi nunca hace cumplir. En Sierra Morena, y con trabuco, tenían más vergüenza.

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