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Tribuna
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Apagón de estrellas

Desde hace varios años, Cannes, considerado tradicionalmente el más riguroso y exigente festival de cine del mundo, padecía un proceso de instrumentalización y de trivialización progresivas, que iba poco a poco dañando su antigua y bien ganada credibilidad.Desde el viejo palacio de La Croisette, a lo largo de sus tres primera décadas, se lanzaron al mundo las películas y los cineastas más significativos de ese tiempo. Pero en su última década, casi coincidiendo con la construcción de un nuevo y opulento palacio, su rendimiento en calidades bajó al mismo ritmo que aumentaban vertiginosamente sus cantidades. El poder se le subió a la cabeza a esta vieja competición y, como todos los que reinan en solitario, Cannes fue perdiendo poco a poco contacto con las pequeñas verdades a ras de tierra, que son las que alimentan al arte.

Este proceso de deterioro culminó el año pasado, no sólo en el al apoteósico abucheo sufrido durante la lectura de los más disparatados premios que se recuerdan aquí, sino también por otra causa (más difícil de corregir, porque detrás de ella empujan astronómicas cifras), como era la conversión de la proyección de películas en simples pretextos para vender a centenares de cadenas de televisión de todo el mundo los absurdos desfiles de estrellas que las precedían, y que convirtieron al cine en el último mono de esta compañía.

En la clausura del año pasado se derramó la gota que colmó el vaso: la delirante vanidad de la estrella Elizabeth Taylor, que humilló, ante centenares de millones de telespectadores, a cineastas, organizadores y políticos, haciéndoles esperar, casi una hora, como peleles, a la puerta del palacio de La Croisette. Y las protestas, que ya venían de atrás, se multiplicaron.

Los organizadores de Cannes, que no tienen un pelo de tontos, han dado este año la vuelta a la tortilla, y de la invasión de estrellas se ha pasado a lo contrario: ni una sola. Robert Redford y Clint Eastwood han estado aquí en tanto que cineastas que aportaron obras suyas al festival, no como mascarones de proa de un barco a la deriva para exhibirse como modelos de alta cosmética ante los mirones de la prensa amarilla y de los medios audiovisuales de color de rosa. Y el cine ha vuelto a ser dueño de lo que le pertenece.

Al parecer, el máximo astro actual, Michael Douglas, propuso a la organización su exhibición personal en Cannes, con objeto de promocionar su próxima película. Y el rumor se redondea con una respuesta así de fuerte: "Mister Douglas, le recibiremos con mucho gusto el año próximo si su película es seleccionada". Se ignora, pues la diplomacia de la cúpula de este festival es muy hermética, si esta anécdota es o no exacta, pero, y esto es lo que importa, en el marco de Cannes 88 resulta completamente verosímil, pues, con mayor o menor brillo estelar, quienes han venido aquí lo han hecho para traer cine y no para utilizar al cine; han venido como cineastas, no como carnazas para adulterar la verdadera función de este acontecimiento, lo que le justifica y ennoblece.

Existe pleno acuerdo en esto: el cine necesita, hoy más que nunca, delimitar y proteger su identidad del cerco envolvente de una industria audiovisual voraz, informe y expansiva. Y Cannes, pues tal vez en ello se jugaba el ser o no ser, se ha unido al esfuerzo común. Este año la selección de películas ha sido discutible, pero su funcionamiento y su sentido, no. El pasado año, los hombres del cine de todo el mundo temieron la pérdida de su gran plataforma mediterránea, devorada por sus falsas luces. Este año la esperanza ha vuelto: olvidándose de sus fachadas, Cannes ha comenzado a limpiar la casa por dentro.

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