_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La enseñanza de la huelga

Enrique Gil Calvo

Como profesor de universidad (N. R. P. A44EC 9875) debo expresar mi solidaridad con los maestros en huelga: también nosotros compartimos idéntica reivindicación de homologación retributiva con nuestro nivel administrativo. Pero como responsable doméstico de una niña de cinco años, alumna de preescolar en un colegio público, no puedo menos que hacerme algunas preguntas. Si la huelga es un instrumento de presión ante la negociación, ¿qué sentido tiene mantenerla cuando ya se ha llegado a un acuerdo? ¿Acaso el de fastidiar al prójimo?: no puedo creerlo en colegas de magisterio altruista. ¿Exhibir una pura demostración de fuerza, antes destinada a influir en el interior del colectivo de maestros que en los afectados del exterior? En todo caso, una huelga de profesores siempre debe impartir alguna clase de lecciones, sin duda magistrales: y no me refiero a cómo enseñar a los alumnos el arte de reivindicar -que siempre es algo mucho más práctico que enseñar el arte de quemar periódicos en la hoguera inquisitorial-, sino a los razonamientos morales que cabe argumentar.El problema fundante de toda reivindicación salarial es el del conflicto de intereses que necesariamente se establece. La tradición metafísica de la teología marxista quiere que, por voluntad divina, los intereses salariales sean más legítimos que los intereses empresariales. Pero hace tiempo que se sabe que la plusvalía no existe. Y, a estas alturas, resulta completamente inadmisible la teología metafísica que falazmente predica la superior legitimidad del trabajo productivo, creador de valor y plusvalor, frente al resto de ¡legítimas actividades improductivas del empresario, el administrativo, el jubilado, el ama de casa o el joven desempleado. Sean cuales sean las partes implicadas, todos los intereses en disputa -salariales o empresariales, de trabajadores con empleo o de jóvenes parados, de varones o de mujeres, de ocupados- en activo o de clases pasivas- son en principio igualmente legítimos, como el voto político del analfabeto y el catedrático. Y nadie, ni siquiera los asalariados sindicados, puede acaparar el privilegio aristocrático de monopolizar la legitimidad reivindícativa: los intereses de todos son tan sagrados como los -que más.

Ahora bien, este criterio abstracto de igual legitimidad de todos los intereses en pugna debe matizarse. El criterio de explotación es un posible test de legitimidad: si los intereses de una de las partes se satisfacen a costa de lesionar los de la otra, cabe deducir que los intereses lesionados son más legítimos que los intereses explotadores. Pero, por regla general, ambas partes suelen lesionarse y explotarse mutua y recíprocamente, en un toma y daca que termina por encerrar a los contrincantes en el clásico dilema del prisionero. Y así, por ejemplo, entre 1975 y 1982 los intereses de las rentas del traba o resultaron muy elevadamente satisfechos a costa del fuerte deterioro de los intereses de las rentas del capital: ¿quién explotaba entonces a quién?

Por otra parte, en una sociedad interdependiente es tan enmarañado el juego de los intereseá, con cascadas de consecuencias en carambolas imprevisibles, que nunca se sabe, a fin de cuentas, sobre qué otros intereses ajenos pueden estar repercutiendo las reivindicaciones de los propios intereses: por lo que, en última instancia, el criterio de explotación, como test de legitimidad, de bien poco sirve.

Ahora bien, otro criterio altemativo pudiera ser el de la desigualdad: siempre parecen moralmente más legítimos los intereses de aquella parte que se halla en situación de inferioridad (asalariados frente a empresarios, jóvenes desempleados y ancianos jubilados frente a adultos ocupados, mujeres discriminadas frente a varones privilegiados, inmigrantes marginados frente a nativos integrados, etcétera). Así, la defensa de los intereses asalariados es legítima en la medida en que se enfrenta a los intereses empresariales, pero será flegítima en la medida en que lesione los intereses de los jóvenes desempleados, de los ancianos jubilados, de los inmigrantes marginados y de las mujeres discriminadas.

Desgraciadamente, la clave no es tanto la legitimidad moral de los intereses en pugna (siempre puede predicarse a priori que todos sean en potencia legítimos por igual), sino la muy desigual capacidad para su defensa. El grado de poder reivindicativo (capacidad de organización, capacidad de presión, capacidad de huelga) está muy desigualmente repartido, según cuál sea el interés que se reivindica: ¿puede imaginarse una huelga victoriosa de jóvenes desempleados, de amas de casa desanimadas, de ancianos pensionistas? Aquí sí hay una discriminación injusta. Con el agravante de que, como la historia la escriben los vencedores, sólo suelen lograr la legitimación ex post de sus intereses aquellos grupos que alcanzan éxito en su defensa (mientras se deslegitiman los intereses cuya reivindicación termina por frustrarse): el caso de ETA y HB, donde sólo su capacidad letal les confiere legitimidad, es la mejor prueba. Esta especie de darwinismo del conflicto de intereses hace que sólo,acrediten legitimidad aquellos intereses que sobrevivan victoriosos a la lucha reivínditativa: en consecuencia, sólo los grupos con más capacidad de lesionar los intereses ajenos logran cobrar plena legitímidad.

Así, el derecho de huelga se traduce en poder de huelga. Tras su represión franquista se ha caído en la sobrelegitimación de cualesquiera intereses que logren articular su reivindicación en forma de huelga. Si bien durante la transición las reivindicaciones huelguísticas y democráticas nos parecían sinónimas, ¿cabe seguir dando por supuesto el carácter democrático de un poder de huelga tan injusta, desigual y discriminatoriamente distribuido? Pues se da la paradoja de que, si bien de derecho no hay actividades más legítimas que otras -tan sagrados son los intereses del obrero como los del vendedor, y los del empleado como los del parado, el jubilado y el ama de casa-, de hecho, sin embargo, el poder de huelga varía en función de la naturaleza de la actividad: y sólo determinados asalariados sindicados logran reivindicar. En suma, quien no tiene poder de huelga no alcanza legitimidad.

Suele polemizarse acerca de si el orden social es de naturaleza contractual (producto emergente del consenso entre libres e iguales) o coactiva (disposición normativa impuesta por una autoridad central). En el primer caso, la legitimidad se decidiría por consenso, tras un debate abierto en el que cada parte manifestase sus intereses libremente expresados ante el jurado de la colectividad (la opinión pública). Pues bien, desgraciadamente, esta clase de legitimidad nunca puede establecerse con plena seguridad, porque no todas las partes implicadas tienen la misma, capacidad de acceso ante la opinión pública: unas voces pueden hacerse oír mucho más y mejor que otras (vía poder de organización, manifestación y huelga), por lo que cualquier apariencia de consenso entre libres e iguales es puramente ficticia.

Por tanto, no queda más que la solución hobbesiana: que la autoridad central redistribuya, coactiva y no consensualmente, tanto la desigualmente distribuida capacidad de expresión (necesaria para reivindicar los propios intereses, que de otra forma resultarían devaluados, empequeñecidos, desatendidos e ignorados) como la no menos injusta y discriminada distribución del poder de huelga. Por ello, el Estado benefactor debiera redistribuir no sólo la renta, sino también el poder de reivindicarla: sólo así se realizará no sólo la igualdad de oportunidades, sino la presunción de igual legitimidad, además.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_