Hechizo de gramática
García Calvo consigue abarrotar las salas de la Fundación March durante sus lecciones
Leyó en el periódico que García Calvo iba a dar unas lecciones sobre gramática. "Qué cosa tan rara", pensó. Pero apuntó la fecha y la hora en su agenda, y el día señalado se dirigió hacia el lugar.En el camino sobrevolaba su ánimo la sensación de acudir a escuchar una melodiosa diatriba contra el Estado. Dobló la esquina un anciano alto, de paso rápido, y le vio avanzar. Le llamaron la atención su traje perfectamente planchado, sus zapatos relucientes y los hombros ligeramente encorvados. Instantáneamente se le pasó por la cabeza que aquel hombre fuera al "sino sitio. Desechó la idea en un suspiro. Por descabellada. Aún faltaban 10 minutos para que la conferencia empezara y, ante lo desapacible de la tarde, se confortó pensando en los sillones de la Fundación March (absolutamente recomendables).
Le extrañó que el anciano recién acicalado entrara en el edificio y, aún más: que se le adelantara a preguntar al conserje por el curso de gramática. Estuvo por sacarle ventaja en los peldaños, ante la repentina seguridad de que aquel hombre le quitara el sitio. Se contuvo y guardó las formas.
Gente amontonada
Hubiera dado igual (para los resultados) dejarse llevar por el afán de competencia. Cuando asomó las narices a la sala ya no había ni un hueco y la gente empezaba a amontonarse por los pasillos. El anciano entonces dio media vuelta y se dirigió a la sala de enfrente. Le siguió. Presidía una pantalla y también todos los asientos estaban ocupados. Echó una ojeada, razonando del mismo modo que al entrar en el cine cuando está a punto de empezar la película y los sentados -sobre todo los que ocupan las mejores posiciones- te irúran entre regocijantes y compasivos.Corbatas discretamente estampadas, tenis blancos, medias melenas, monos encanecidos, botas negras. Todo pasó ante sus ojos en una ráfaga. Optó por sentarse en el suelo. Le alegró comprobar que la moqueta no fuera acrílica. El anciano del traje impecable hizo lo propio y allí se quedó, a su lado, con las piernas cruzadas al estilo de los indios en la películas.
Ni que decir tiene que ya en ese momento estaba bastante alucinada que un tema como aquél convocara a tanto personal y tan variopinto. Pero no cejó. Con ese aire sabihondo de los incrédulos, se dijo: "Esto va de morbo. Vienen por pura curiosidad" (como si le resultara ajeno). Y en esto apareció en pantalla un señor con bigote que, desde un estrado, presentó al conferenciante e informó de que había realizado su libro Del lenguaje con ayuda de una beca de la casa (omitió decir que el tal libro estaba consagrado a la memoria de S. Puig Antich y Heinz Chez).
La cámara de vídeo seguía fija en el estrado, así que cuando apareció el protagonista y se puso a caminar por la tarima la pantalla ofreció durante algunos minutos unos primeros pianos estupendos de un micrófono y de la esquina de una pizarra. Finalmente, se centró en el filósofo. Comenzó a dirigirse a la audiencia con tuteo de respeto. No conferenciaba, explicaba lo que había considerado acer ca del lenguaje y recordó a la concurrencia que, al actuar como gramático, pretendía des cubrir lo que todo el mundo sabe.
O sea que estaba hablando del lenguaje, y aquello en efecto, era gramática. Siguió con atención el desarrollo del asunto y comprobé que se trataba de descender hasta las cavernas de la gramática olvidada. Se pasmé al comprobar que, pasada una hora, todo el mundo seguía en su sitio. Que, pasadas dos, la lección aún se prolongaba con conversación posterior al filo de las diez de la noche. Hablantes y oyentes. Unos y otros se referían desde luego a la gramática, dándose la contradicción de que fuera lo mismo el tema que se trataba y el instrumento con que se le trataba. "Si es que son lo mismo", había puntualizado antes García Calvo.
A sus espaldas quedaba una pizarra invadida de dibujos y palabras: una pirámide pentagonal abierta, una flecha pretenciosamente temporal y una especie de disco representando la consciencia.
Como si por primera vez en muchos años la palabra gramática no sufriera vilipendio. Durante su infancia aún había tenido cierto sentido, porque si bien jamás comprendió lo que verdaderamente se escondía detrás de la asignatura, al menos pudo sacarle partido jugando al análisis morfológico y sintáctico, a los crucigramas y a la invención de palabras nuevas (en esa parte abierta de la pirámide).
Matemáticas primeras
Un juego, como las matemáticas primeras. Hasta ahí, el Miranda Podadera sirvió de algo. Un tostonazo al que acabaría echando de menos tras verse en la nueva obligación mistitucional de navegar por el galimatías de conexiones prácticas, selección léxica, desinencias flexionales, feedback, síntomas, signos, símbolos. Vamos, que el signo lingoístico y toda su jerga vino a desplazar a la antigua afectividad de la polvorienta gramática. Ya ni siquiera le pudo entrar la risa, como cuando copiaba al dictado cosas como "Obedeciendo a un ucase de pravedad inaudita, fue Cristo expoliado, a ultranza, de la hopa de basta crehuela por soeces y hampones esbirros para ser verberado o vapuleado acerbamente con bárbaros rebenques". Sencillamente, la lingüística, con sus ínfulas científicas, le trajo desolación.Ahora sentía decir de una gramática que, rozando en algún punto la evocación, sonaba a fruto de razón común. Es decir, que tanto su mente (o algo así) como la del anciano de al lado eran capaces de seguir el discurso por los mismos vericuetos que se ofrecían. El lenguaje, lo impenetrable, parecía dejarse desvelar capa tras capa. Podíamos llegar a lo que se supo alguna vez y que uno no sabe ya que lo supo, aunque siga determinando sus actos. La lección de gramática despertaba la posibilidad de hacerse como niños. De liberarse de la institución. Y así, sin que nadie lo mencionara, vino a su cabeza el Estado.
Babelia
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