El Kasparov de la política
¿A quién no le gusta desenmascarar a un rey? Ya sea un rey ciudadano o un noble aristócrata. Cualquier pequeño comentarista disfruta meándose en la pierna de una autoridad semejante. Dejemos, pues, que reciba también François Mitterrand su merecido. Con rara unanimidad coinciden en su juicio "taz", Rundschau y "FAZ". El ciudadano Mitterrand, que cada vez se parece más a su amado-odiado De Gaulle, abandona las llanuras de la burguesía, olvida para unos, oculta astutamente para otros su origen socialista para ser sacralizado finalmente en el olimpo del republicanismo francés por obra y gracia de su nacimiento temprano. Mitterrand como administrador socialdemócrata de la crisis; Mitterrand como lacayo atlántico de los juegos imperialistas americanos, por supuesto; Mitterrand como fetichista del desarrollo y la industria que de tanto modernizar la naturaleza, que tanto dice amar, ya no la ve, no cabe duda; Mitterrand, un candidato moderado del centro, bien sûr. ¿Están ustedes de acuerdo? Bien, entonces pertenecen a los que buscarían en el reino de Francia una patria a la izquierda del rey y probablemente no la encontrarían en las ofertas alternativas existentes. El PCF no sabe librarse de sus ropas estalinistas, el nuevo movimiento de concentración de la extrema izquierda en torno a Juquin, el ex superestalinista y ex miembro del partido comunista, que defiende de manera verosímil su conversión política, está demasiado ligado al tradicional esquema de la extrema izquierda. El guardián verde aburre con su fundamentalismo naturista. Queda, sintiéndolo mucho, una fascinación irónica y distanciada por Su Majestad el Rey.A la grande natión le gusta jugar a la revolución, mejor dicho, le gusta vivir grandes cambios revolucionarios para luego descansar con tanta mayor rapidez al amparo de las seguridades conservadoras. ¿Cómo puede alcanzar la mayoría un presidente de izquierdas en una sociedad que en realidad desearía confirmarse en sus tendencias de derechas?
Una tarea difícil, que la mayoría de los observadores considera imposible.
En 1981 todos estaban de acuerdo en que Mitterrand no había ganado las elecciones, sino que Valéry Giscard d'Estaing las había perdido por su arrogancia, su frialdad y por la traición de Chirac, que en la segunda vuelta sólo le apoyó tibiamente. Lógicamente, en 1985 los conservadores civilizados alcanzaron en el Parlaniento una mayoría escasa, respaldada por la llegada de las hordas neofascistas de Le Pen a los recintos sagrados del Palais Bourbon. ¿Quién hubiese apostado un céntimo por Mitterrand al principio de la cohabitación? Nadie. La única pregunta que quedaba pendiente era si alcanzaría la mayoría Raymond Barre, el representante liberal-conservador del capital, o Jacques Chirac, el representante conservador-liberal del capital. ¿El rotundo profesor que tras el atentado contra una sinagoga opinó que éste era especialmente condenable porque en él "habían muerto inocentes franceses no judíos", o el esbelto populista que "lucha contra el racismo aunque puede comprenderlo"?
Mitterrand, que había vivido la alta escuela de todas las etapas políticas de la IV República, podía esperar, incluso volver a hacerse desear poco a poco, como una coqueta, con reticencias y agudos comentarios. Cada vez se daba más cuenta de que los franceses deseaban dejarse caer en manos seguras. Con una sorprendente habilidad dejó caer ante la asombrada opinión pública fragmentos de autocrítica y reflexión, y abandonó la agitación de la política diaria para dedicarse a los temas fundamentales de la nación: la seguridad y la integridad del territorio nacional, el funcionamiento sin trabas de las instituciones de la solidaridad, la integración de todas las personas que viven en Francia y la defensa de las grandes conquistas sociales de las últimas décadas. Quedaron olvidados los escándalos que jalonan su vida de político. Desde su actitud colonialista de los años cincuenta hasta el hundimiento del Rainbow Warrior, el barco de Greenpeace, en 1985, estuvo mezclado en muchas marranadas. Pero hoy puede reconocer abiertamente los errores. Sobre todo en los últimos dos años ha encarnado la sabiduría serena de un abuelo simpático. Con su actitud sugiere que institución y sociedad ya no se deslizarán hacia la derecha. Además garantiza que no se implantará la pena de muerte, que sena posible una mayor solidaridad y, sobre todo, que el debate político está dominado por una mayor tolerancia republicana.
Plebiscito real
Sin duda, todo esto sigue siendo demasiado poco para nosotros, los verdes, alternativos e izquierdistas, que sabemos que todo se podría y debería cambiar de una manera distinta, mejor, más rápida, radical y fundamental. Pero yo también prefiero como presidente de la República Federal de Alemania a Richard von Weizsäcker y no a Alfred Dregger, y como canciller prefiero a Oskar Lafontaine en lugar de Helmut Kohl. Eso piensan, por lo visto, también los franceses, aunque a veces parecen estar un poco mal de la cabeza. Así, más de un tercio de los votantes de Le Pen votarán por el rey en la segunda vuelta de las elecciones, siguiendo el lema de "primero le demuestro quiénes somos, pero luego tengo que defender a los demás de nosotros, los de derechas". Una manera más, en fin de cuentas, de actuar republicanamente.
Aventuro, pues, el pronóstico de que en la noche del 24 de abril el rey ciudadano Mitterrand obtendrá alrededor del 40% de los votos y que la segunda vuelta, 14 días después, degenerará en un auténtico plebiscito real.
Luego, sólo les queda a los movimientos sociales formular por fin de manera combativa los acuciantes problemas sociales para desafiar al nuevo Gobierno de centroizquierda. Entonces tendrá que definirse tonton Mitterrand. Entonces se verá si puede encarnar al rey ciudadano que yo sueño, o si sólo se comporta como un aristócrata de salón que sostiene en alto el principio autoritario como un presidente más y deja abajo a las masas. Hasta entonces confieso que siento una fascinación deslumbradora por su talento político-artístico. Pues los políticos virtuosos son un bien escaso.
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