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Tribuna:DOS ESCRITORES DE LOS CINCUENTA
Tribuna
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Presencia e independencia

En un momento en el que vuelve a suscitarse la discusión acerca del papel o la función del intelectual y, en lo que más directamente atañe a nuestro medio, acerca de la dificultad y hasta de la imposibilidad de la independencia crítica -uno de los más pesados lastres que, en efecto, arrastra entre nosotros la crítica-, bueno será tal vez recordar la presencia de una obra poética y ensayística cuya singularidad o excepcionalidad es, en más de un sentido, aleccionadora.Doblemente aleccionadora: crítica, en verdad -y como pocas-, ha sido y es la escritura ensayística de José Ángel Valente, e igualmente crítica su palabra poética. Acerca de ésta última no será suficiente decir que se ha gestado y crecido desde posiciones de radical independencia: es obligado decir también que ha sido digna -esto es: crítica- de la tradición recibida. Prueba de ello, y es sólo un ejemplo entre muchos que podrían ahora aducirse, es el diálogo aleccionador que Valente ha mantenido en los últimos años con la literatura espiritual española, un diálogo que ha reformulado o reconstituido la palabra de san Juan de la Cruz o de Miguel de Molinos para el presente de la creación. Tal actitud de diálogo -tal actitud, me atrevería a decir, de escucha- y tal aptitud para la respuesta o las respuestas no escaparon a otro vigilante escritor, José Lezama Lima, quien desde la otra orilla del idioma escribió: "No creo que haya en la España de los últimos 20 años un poeta más en el centro de su espacio germinativo que José Ángel Valente, con la precisión de la ceniza, de la flor y del cuerpo que cae".

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Esas palabras fueron escritas hace ya más de una docena de años; no cabría ahora sino confirmarlas. Confirmarlas, sí, pero también añadirles lo que, desde entonces a hoy, el propio Valente no ha hecho sino confirmar con su obra, esto es, una escritura cada vez más próxima a su centro, al centro de su espacio germinativo. Pues desde mediados de la pasada década la poesía de Valente ha ido ganando una fisicalidad y una espiritualidad nuevas, mutuamente iluminadoras. Lo que Lezama llamó, en aquel texto suyo, la precisión del "cuerpo que cae" no ha hecho sino profundizarse en la caída. Luminoso vértigo, caída incesante. ¿Para llegar a dónde? Nada puede tal vez decirse sobre el lugar en que el espacio recoge al cuerpo para lanzarlo a un espacio todavía más hondo. Su palabra poética nos lleva a ese espacio.En otra ocasión he subrayado que esta obra nos sitúa de manera frontal ante problemas esenciales de la conciencia contemporánea. Desde A modo de esperanza (1955), esta obra ha reflexionado sobre el problema de la identidad y el problema de la socialidad, sobre la historia y su envés mísero, sobre el conocimiento y el desconocimiento. Desde aquel libro, en efecto, hasta los poemas más recientes, los que integran El fulgor (1984), hemos asistido no sólo a una radicalización creciente de la palabra, sino también a un recorrido, a un itinerario marcado o definido por el pensamiento adversativo, por la lucidez. Contra la doxa, contra la ideología, contra todas las formas de presión. Contra la palabra establecida y torpemente fijada como estereotipo. No es extraño que a Valente le haya interesado el pensamiento y la creación de la heterodoxia, y ahí está su Ensayo sobre Miguel de Molinos (1974) como una pieza que, desde la reflexión crítica, nos habla de la otra tradición, el otro legado de la palabra. Pero quisiera referirme aquí a la denuncia a la que Valente se vio obligado, de una forma de la ideología opresora: la denuncia del formalismo temático, la retórica de los contenidos a que había llegado la poesía española de los años cincuenta y sesenta, pues tal formalismo nacía (como nace con otro signo) desde posiciones de opresión. Léase Las palabras de la tribu (1971).

Fidelidad a la palabra

Lo que podría llamarse un esencial principio ético ha determinado y guiado con lucidez las posiciones de Valente en la poesía y la crítica. ¿Puede acaso extrañar que hoy veamos en su obra uno de los más vivos testimonios de fidelidad a la palabra durante años que fueron de miseria, de mentira y de infidelidad, para decirlo con palabras de Hólderlin, que Valente retomó en su libro La memoria y los signos (1966)? No será la desmemoria, precisamente, lo que nos haga olvidar que una colección de textos suyos, Número trece, publicada en Canarias en 1971, le hizo al autor sufrir un auto de procesamiento, finalmente sobreseído. No ignora él que en este territorio extremo -desde el que precisamente escribo estas líneas- se vivió, como en los restantes territorios del Estado, igual miseria, idéntica infidelidad, la misma, en fin, humillante mentira. La palabra poética de Valente no se detuvo; siguió evolucionando más allá de toda coartada, de toda fosilización ideológica, hasta llegar a una zona de impensada, esencial heterodoxia, hacia adentro, hacia la tradición. Recuperó así el "entrañable espíritu" del humilde, del sin sentido. La palabra vuelve a ser aquí transgresión, ahora bajo el signo de Juan de la Cruz o Miguel de Molinos. En Mandoría, en El fulgor, en las Cantigas de alén, libro de inmediata publicación que he tenido la fortuna de conocer antes de editarse, la palabra es latencia de sentido, suspensión infinita, indeterminación llevada a una cerrada ignición.En un breve ensayo que tiene ya más de 10 años quise abordar la poesía de Valente desde ópticas hasta esa fecha no manejadas. No se ve aquí la presunción de una felicidad crítica, sino una conclusión a la que hubiera llegado cualquier otro examen de esta poética desde posiciones, eso sí, de entrañada proximidad. Dije entonces, a la luz de algunas reflexiones del pensador y activista alemán- Gustav Landauer -un pensador ácrata, añado, fusilado en 1919-, que la poesía de Valente incluía una meditación sobre la topía comunitaria, y que para reflexionar sobre la convivencia debió reflexionar igualmente sobre la moral individual; tal es, dije, el significado central del libro Siete representaciones (1967). Tal es, también, uno de los factores que señalan la modernidad de esta poesía. Pero mi propia reflexión giró, finalmente, en torno a estas palabras de Landauer, a las que esta escritura poética, a mi ver, se encaminaba: "Y es que no basta que llamemos al espíritu: él tiene que venir sobre nosotros. Y ha de tener determinado ropaje y cierta configuración: no responde al mero nombre de espíritu, y nadie puede decir cómo se llama y qué es. Esta espera es lo que nos hace perseverar en nuestro tránsito y nuestra marcha; esta ignorancia es lo que nos empuja a seguir a la idea. Pues, ¿qué significarían para nosotros las ideas si tuviéramos la vida?". La obra poética de Valente se ajusta bien, creo, a estas palabras. Pues esta obra, y sin contradicción con su esencial modernidad, ha llegado ya a esa fase de incandescencia espiritual en que culminaron algunas creaciones del pasado.

Bueno sería que no olvidáramos, en esta hora en que se discuten responsabilidades de la crítica y, de más genérico modo, el papel ético del intelectual en nuestras sociedades, cuánto cabe, en fin, aprender del ejemplo de José Ángel Valente.

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