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El alma de un perro atropellado en una autopista de peaje

Jamás perro alguno fue tan esperado. Unos lo aguardaban para morderle; otros, para que mordiera, y el animalito ha llegado sin dentadura, sin esqueleto, ni siquiera tiene estatura de perro, ni siquiera es un perro: yo creo que es el alma de un perro atropellado en una autopista de peaje. Tiene el hocico hacia el oeste, cada pata por su lado y unos ojos obligados a la mirada plana por culpa de los neumáticos de un vehicle longue, probablemente holandés o alemán, los camiones más pesados que he visto nunca. Por las autopistas se ven perros de Mariscal a cientos, y si éste tiene apariencia de vida es porque ha dejado de ser perro y es en realidad el alma de un perro atropellado en una autopista de peaje que subió a los cielos y está sentado a la diestra del olímpico dios de Olimpia esperando la resurrección de la carne de perro para 1992.No ignoro el empeño de los semiólogos por encontrar un código secreto en esta morfología radicalmente despanzurrada, ni el de los sociólogos para establecer cálculos sobre los cambios del talante épico de los españoles, que hace 50 años se plasmaba en los toros de Picasso y ahora en los perros de Mariscal. Cuando una raza con tanta Fiesta de la Raza como la nuestra sustituye el toro totémico por el perro totémico es que la historia se le ha descafeinado y los sociólogos se ponen las botas y las monografías con estas cosas, porque de lo contrario no serían sociólogos ni serían nada, o simplemente serían sociólogos atropellados en una autopista de peaje. El toro era el símbolo de la potencia y la fogosidad, y gracias a Minotauro alcanzó el empleo vitalicio de guardián del laberinto. Todos los sky-lines de España están llenos de toros borrachos de coñás oscuros y algo pegajosos, fortaleciendo la intuición y memoria de nuestro laberinto. En cambio, el perro ha tenido muy triste mitología, asociado a la idea de guía del hombre en su viaje a los infiernos, nunca a los cielos, y el islamismo lo ha convertido en el símbolo de la gula y la necrofagia, por eso están tan mal tratados los perros en los países fundamentalistas islámicos, por ejemplo España.

Si los semiólogos tienen materia para devanarse los sesos y los signos y los sociólogos deben sacarse todas las sociologías de la bragueta, los filósofos pueden amenazarnos con una ponencia sobre la relación de contrarios que hay entre el perro de Mariscal y La ben plantada, de Eugenio d'Ors, aprovechando la celebración del centenario de aquel inteligentísimo cantamañanas, y Jordi Solé Tura, el Antonio das Mortes del pujolismo, un día de éstos nos va a recordar que nadie ha visto nunca a Jordi Pujol acariciando a un perro, ni siquiera a un perro pastor pirenaico catalán, prueba evidente de que no se preocupa por las faunas de la Cataluña deprimida. Pero me temo que si los semiólogos, los sociólogos, los filósofos y los políticos le buscan los tres pies a este perro, van a quedarse desvertebrados y planos, atropellados en una autopista de peaje por la ironía de Mariscal.

Sé que puedo herir a lectores sensibles, y por tanto propongo a todo lector que se tenga por tal que abandone este artículo de opinión y se vaya a leer páginas menos arbitrarias. Para los que no lo sepan, he de empezar informando que la palabra llufa (pedo) en catalán es el continente del contenido fétido de la ventosidad, pero también un monigote de papel que los niños clavan con alfileres a ser posible en el trasero de los peatones el día de los Santos Inocentes. Pues bien, el perro de Mariscal es el alma de un perro atropellado en una autopista convertida en llufa clavada en el culo de la España del V Centenario y de los Juegos de 1992. La simple idea me entusiasma, y propongo que este perro emblemático no sólo aparezca en los soportes publicitarios convencionales, sino que también se haga una edición especial de mascotas-llufa y que todo participante olímpico, lleve la antorcha o encienda con la antorcha un Cohiba en la tribuna presidencial, se clave el monigote en el trasero y lo pasee con el orgullo contracultural debido a las antimascotas. Y por extensión, y como contribución mediterránea a los fastos atlantistas del V Centenario, que también los descubridores y los descubiertos que participen en el sarao sevillano tengan a su alcance la tenencia y disfrute de este relativizador emblema lúdico.

Sólo Mariscal y los ángeles que cada día sobrevuelan las autopistas de la España moderna podrían ratificar esta repentina iluminación que se ha apoderado de mí y me ha desvelado la verdadera naturaleza del emblema. No les pido que me den la razón, sino simplemente que con su silencio avalen la inclusión de mi interpretación en el coro de las interpretaciones, y si requiere desdén, la atribuyan a ese mestizaje que me caracteriza, que me connota y, en definitiva, me disculpa como un inocente cultural que no es semiólogo, ni sociólogo, ni filósofo, ni político, sino un simple cazador de sospechas atropellado en una autopista de peaje por el vehic1e longue de la posmodernidad.

Distraído por mis propias digresiones, olvidaba transcribir el motivo de este artículo de opinión. Opino. A mí la mascota me gusta porque me recuerda a todos los perros que se me han muerto y me infunde la esperanza de que algún día resucitarán por obra y gracia de la perezosa misericordia del dios de los perros.

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