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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Reguero de muerte

CUANDO SE lanzan ocho granadas contra un edificio habitado se está, obviamente, intentando matar. Matar, además, a voleo: a guardias civiles o a sus mujeres e hijos, como en Zaragoza. En Llodio no hubo víctimas mortales, pero ETA quiso asesinar. El lunes, sendas cartas bomba, desactivadas antes de estallar, se recibieron en las prisiones de Herrera y Daroca, y una tercera explotó en la sede de la Confederación Sindical Independiente de Funcionarios (CSIF). Dos personas resultaron gravemente heridas y se teme por la vida de una de ellas, Enriqueta Yerro, profesora de inglés. Quienes enviaron esas cartas quisieron matar. Tambiéna voleo: a quien las abriera o se encontrase en las proximidades. La hipótesis de que ETA -o algún grupo situado en su órbita- pueda ser responsable de esos envíos se apoya en la relación que podría establecerse entre esas dos cárceles yel hecho de que la citada confederación sindical es mayoritaria entre los funcionarios de prisiones, quienes habían denunciado la existencia de un trato de favor para los presos etarras.A fines de enero, ETA ofreció una tregua que permitiera reanudar las conversaciones de Argel, interrumpidas a raíz del atentado de Zaragoza. Apenas retomado el contacto, secuestró a un empresario. Tras un embarazoso silencio por parte de los habituales intérpretes de ETA, la voz de los terroristas zanjó toda discusión: no había tregua. Los intérpretes matizaron entonces que el secuestro no rompía acuerdo alguno porque para oficializar la tregua, era preciso el cumplimiento previo de una serie de condiciones: aquellas, precisamente, que imposibilitaban en la práctica la continuación de los contactos. Ello equivalía a regresar al punto de partida, rompiendo las esperanzas de que por fin los criterios políticos se impusieran.

Los glosadores de ETA citan el número de presos miembros de esa organización para demostrar la naturaleza represiva del actual régimen político. Pero los que podrían facilitar su liberación -dejando de matar- son incapaces de renunciar a la coartada que a sus propios ojos supone la existencia de presos. La contradicción ha llegado a hacerse tan evidente que incluso desde sectores próximos al radicalismo abertzale han surgido voces reclamando mayor flexibilidad en los planteamientos de ETA. Los jefes de ésta, cuyas condiciones de vida, aun en la clandestinidad, no son comparables con las de los encarcelados, han respondido a esas voces de la única manera que saben: intentando matar. Han intentado matar en Llodio para indicar que su oferta de tregua había sido mal interpretada. Y han intentado matar -si se confirman los indicios sobre los que trabaja la policía- a funcionarios de prisiones y a una profesora de inglés para dirigir a los presos el mensaje de que no los olvidan. Efectivamente no: siguen condenándolos a cadena perpetua.

En este contexto, las nuevas revelaciones sobre el fallecimiento de Txomin Iturbe adquieren un particular interés. Lo que se sabe es menos que lo que se ignora, pero las contradicciones en la versión oficial bastan para no descartar ninguna posibilidad. Frente a todos los mentís habidos y por haber permanece la ominosa realidad de que a Txomin no se le practicó la autopsia. No lo quiso ETA, no lo quiso HB; no lo exigió con suficiente fuerza -como parecía lógico, dado el caso- el Gobierno español, que ha preferido, también él, contentarse con oscuras e improbables versiones oficiales y con fotos amañadas por los servicios de desinteligencia. La muerte de Txomin pudo ser accidental, pero incidió de manera decisiva en el proceso negociador entre ETA y Madrid. El secretismo del Gobierno en todo este asunto, en el que se entremezclan las relaciones con Argelia, el precio del gas que allí compramos y las vidas de los guardias civiles amenazadas por el terrorismo, es simplemente humillante. Y contra quienes dicen que no hay razones para dudar de la versión argelina sobre la muerte del etarra, es preciso convenir en que quizá la versión sea cierta, pero en realidad para lo único que existen razones es para la más absoluta de las dudas.

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