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Tribuna
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La memoria embargada

El texto de Carlos Barral es un fragmento inédito del tercer volumen de sus memorias. El autor se refiere a su casa de Calafell, que recientemente ha sido embargada, de forma cautelar, por un juez para hacer frente a la hipotética responsabilidad civil derivada de la querella por injurias que presentó Francisco García Guillén por un texto narrativo del que era autor Barral.

Cerraría el viejo balcón de madera con vidrieras acuarteladas, como con ventanales de otra sustancia que no me separaran del espacio vacío y no dañaran la forma simple y perfecta de esta jaula en el aire y casi sobre el agua, convirtiéndola, en cambio, en una prolongación de lo habitable y al mismo tiempo en una cabina de insolación casi inclemente, disimuladamente aislada de la fealdad contigua y de su horrorosa presencia en el tiempo. Salpicaría las ventanas laterales de vidrios de variada transparencia, a fin de ver y no ver y de ser menos visto. Habitaría mucho en esa jaula aérea con olor a resina, tan solitaria en la intimidad y tan pública. Tal vez podría volver a pintar aquí, a ratos perdidos, y a hacer quién sabe qué otros ejercicios perfectamente inútiles de la sensibilidad. Tal vez eso me ayudaría a encontrar el modo de recuperar el tiempo que sí es susceptible de ingresar en la memoria. Volvería a amueblar el balcón, a reconstruir una especie de rincón del gabinete que pudo ser en algún tiempo olvidado, cuando era realmente un lugar solitario, o cuando sólo lo parecía, en un tiempo en que ya estuvo cerrado, aunque sin mucha gracia. Me imagino bien, sentado aquí, dejándome transcurrir, con conciencia de estar pasando.Modificaría un poco esta habitación. Hundiría la verdadera alcoba hasta allí, al fondo, comiéndome los armarios y suprimiendo puertas. Haría desaparecer estos rimeros de libros almacenados, ignorados, ilegibles. Haría de la habitación una celda de decoración muy escueta, pero noble, con un aire muy decimonónico. Nada más moderno que secular, pero no sólo eso, sino un aire realmente decimonónico y pequeñoburgués. Sólo algún cuadro de familia, retratos quizá, o alguna vieja pintura juvenil de mi padre, que también será casi centenaria. Algún mueble importante, la arquilla mudéjar, tal vez, y algún objeto precioso, pero muy en solitario. Volvería a encender la chimenea que ahora debe de estar cegada o voluntariamente atascada, y traería un sillón frailuno para trabajar sobre tablero y contra la pared. Eso es probablemente lo que me conviene. Exageraría la presencia de los azules, dos por lo menos, y los blancos. Habría que atenuar todos los demás colores. Encontraría probablemente así un ritmo del tiempo muy antiguo que permite otra clase de reflexión. Eso debe ser muy importante, quién sabe si necesario, para el señalamiento de otra conciencia del futuro, para fundar referencias nuevas del querer, del preferir seguir viviendo indefinidamente. Dejaría en pie esa librería frontalera entre las dos ventanas y la llenaría con alguna rareza que cree obligaciones. Clásicos grecolatinos, por ejemplo, que obligan a leer a dos columnas y con diccionarios. No precisamente una selección, sino los que encuentre escondidos entre los horribles depósitos de papel que me ahogan en todas partes. Tendría que encristalarla; esa pared frontal es muy húmeda en invierno. Cualesquiera otros libros serían de ida y vuelta, con firme propósito de que no recalasen aquí por largo tiempo. Haría otra librería en algún rincón para acomodar su cuarentena. Me permitiría el lujo de la presencia de toda clase de cachivaches íntimos, de significantes secretos. Pero todo eso sería sin quebrar la austeridad medieval y fría que conviene a este litoral románico. Y que me conviene tanto a mí. Lo de románico es en todos los sentidos, y no sólo en el de la miseria estética ni en el de los mitos de la historia que tanta presencia tienen para mí en este lugar. Y no sólo en el lingüístico, aunque también, porque intentar leer en latín, aunque sea a caballo de traducción, va mucho con este sitio. Sí, en efecto, litoral románico, en todos los sentidos y tiempo de reloj de arena o lentísimo de clepsidra sucia y semiatascada. Y de reloj de sol sólo de por fuera y en el esplendor del día. Podría hacer un tragaluz allí arriba, al final, cerca de la cresta del alero, para dejar entrar un poco de noche ajena y lo menos de otras presencias. La celda o la chapelle al borde del mundo de población compacta pero, sobre todo, un alveolo de tiempo de medida personal y un vaso para la memoria.

Pasado ajeno

Porque ¿cuándo terminó realmente el pasado? ¿Cuándo dejó de ser inmemorial y empezó a ser memorable? Para la historia de todos parece ser que fue ayer mismo, casi en las kalendas de marzo, digamos que el 23 de febrero de este 1981. Esperemos que esta tragicomedia, esta farsa de representación de la historia inmediata con sublevados vestidos de torero, como alguien creyó entender, haya sido el último y definitivo de los intentos de cambio de siglo con más de tres cuartos de siglo de retraso. Parece que sí, parece que ese pasado ajeno, que fue presente y pasado de teóricos abuelos e hijos de abuelos que conocieron la guerra de la Independencia, acaba de cesar. Parece que ahora ya podremos cerrar los aliviaderos de la memoria, que el recuerdo ya no será culpable en absoluto. Las palabras y hasta las carcajadas de la gente que vemos a diario suenan ya de un modo distinto. Parece que ya no disimulen nada y que casi todos, a excepción de los que no han podido ni podrán escapar a ese pasado pegajoso y retráctil, pisamos tierra seca y recién oreada. El piso nuevo de la plaza pública. Pero eso señala sólo una fecha para la historia de todos, y la historia de cada cual no está hecha a la misma medida. ¿Cuándo dejé de ser yo mismo prisionero de ese pasado pegajoso, cuándo dejé de ser alguien que esencialmente se definía o se pensaba a sí mismo como un desafío a ese pretérito humillante, a esa sucia y anegadora memoria colectiva que no se podía compartir? Esencialmente era eso, que no se podía compartir. Pero tampoco se podía negar y uno no se podía excluir, ni siquiera a la contra sin desmayo, no podía archivar la memoria de sí mismo en lugar y tiempos separados. ¿Eso cuándo terminó? ¿Desde cuándo es más libre la memoria?

es escritor y senador socialista.

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