El experimento pesimista
Según Elías Canetti, "los pesimistas no son aburridos; los pesimistas tienen razón: los pesimistas son superfluos". La primera de estas afirmaciones resulta fácilmente comprobable; la segunda requiere distingos y matizaciones; la tercera creo que es rotundamente falsa.De que los pesimistas no tienen por qué ser aburridos puede uno convencerse leyendo a Lucrecio, a Leopardi, a Schopenhauer, a Mark Twain, a Freud, a Cioran... Nada menos monótono que la decepción, nada más capaz de renovarse perpetuamente. La invectiva da inventiva: alancear ilusiones parece servir de tónico al estilo literario. A la tercera cucharada, el optimismo resulta empalagoso; el pesimismo, en cambio, es como esos aperitivos crujientes: te comes uno y ya no puedes parar hasta acabarte todo el paquete. El caso de Schopenhauer es paradigmático: introdujo el tema del hastío en filosofía y lo moduló como nadie, pero en cambio su prosa nunca resulta aburrida. Por el contrario, otros de sus colegas, profesionalmente exaltados y edificantes, jamás mencionan una noción tan enfadosa, pero avanzan suscitando irrefutables bostezos.
Los pesimistas tienen razón, pero no toda la razón ni todos los pesimistas por igual. Un verdadero pesimista no puede creer que tiene toda la razón porque sería un exceso de optimismo por su parte... Forma parte del pesimismo aceptar que ni siquiera el pesimismo se sostiene por completo. Lamento decir que rara vez los pesimistas lo han sido tanto como para aceptar incluso la fragilidad del pesimismo: el admirable Voltaire es una lúcida excepción a esta regla.
Contrariados y convencidos
Hay que distinguir además el pesimismo de fondo del pesimismo superficial propio del optimista contrariado. Un optimista radical, que cree que todo en la sociedad debería ir bien, puede parecer pesimista porque atruena el aire con sus quejas y busca donde sea culpables de que no se cumplan sus expectativas. El pesimista convencido, en cambio, puede mostrarse razonablemente optimista en lo cotidiano y agradece que haya de cuando en cuando algo que no funcione tan mal como la realidad delicuescente impone.
Así el pesimismo absoluto hace relativos optimistas, lo mismo que el absoluto optimismo desemboca en un pesimismo de hecho. Basta recordar el caso de a Leibniz, que a fuerza de optimismo sostuvo la más pesimista de todas las teorías: ¡que éste sea el mejor de los mundos posibles! Ningún pesimista se atrevió a decir tanto.
Pero desde luego el pesimismo no es superfluo. Gracias a él nuestras doctrinas y nuestros proyectos se someten finalmente a la escala humana. Sin pesimismo no hay materialismo que valga, ni el cuerpo es tratado justamente por el imperio teorético.
Es la raíz pesimista lo que presta seriedad y verosimilitud terrena al parcial optimismo. Antes de llegar a la piedra filosofal, los alquimistas medievales tenían que someter sus experimentos a la fase de nigredo, al momento de concienzuda negrura sin la cual jamás alcanzarían el brillo posterior.
Reflexión filosófica
Lo mismo ocurre con la reflexión filosófica. Personalmente, tengo mi experimentum crucis para averiguar si alguien ha nacido para filósofo o para profesor de filosofía: si no ha sentido nunca curiosidad
por Leopardi, opina que Schopenhauer es más literato que pensador (o es un pensador para literatos) y dice que Cioran no hace más que repetir lo que todo el mundo ya sabe, catedrático tenemos. Es un sabio de los de a pie de página, cree en las virtudes redentoras de la jerga especializada, y lo más profundo y personal que se le oirá serán siempre glosas al BOE.
Yo me quedo con los pesimistas: no soy lo suficientemente pesimista como para privarme también de ellos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.