'Aam al Bushra'
Mi madre montó en cólera cuando, transitando por la adolescencia, le comuniqué mi decisión de confesarme con Dios directamente, sin intermediarios. "¡Como los judíos!", exclamó, en un arranque de ortodoxia grabada a sangre y fuego con la posguerra. Fue la primera vez que me sentí solidaria de ese pueblo, solidaridad que se iría incrementando con la edad. Y no sólo porque el diario de Ana Frank fuera mucho más apasionante que el de la recalcitrante Ana María.Después, el tener conocimiento de que siempre acechaba una conspiración judeo-masónica ayudó a que esa simpatía hacia el pueblo judío se ampliara. Eso, y el haber tenido el privilegio de pasar horas memorables leyendo páginas escritas por tal número de hombres de cultura judíos que este espacio sería insuficiente para reseñarlos todos. Aún más adelante, cuando fui consciente del significado del holocausto nazi, y yo, como muchos otros miles, me enrolé en las filas de la revolución para combatir a la dictadura de Franco. Por entonces hubo un período en que mis lecturas judías se limitaron a Carlos Marx, más que por placer por pasar con buena nota el examen que todo revolucionario que se preciara debía realizar. Finalmente, y tras no pocos intentos de imbuirme del optimismo y la alegría propios de la posmodernidad, acabé cayendo en las garras de la escuela francfortiana, compuesta en su mayoría por una banda de pensadores pesimistas de origen judío. En las mismas fechas, una bellísima película de Gutiérrez Aragón que se llamaba -y que debe de seguir llamándose- Maravillas despertó mi interés.
O sea, que, sin pretenderlo, los judíos nos han estado rodeando siempre, han estado muy presentes en nuestras vidas y siempre con un pensamiento iluminador. Es decir, componen una de las columnas más sólidas de eso que se llama cultura de Occidente. Cuando ahora leo las barbaridades que salen de la boca de los dirigentes del Estado israelí -socialistas, dicen, pero gemelos del Likud-, imagino los huesos de Maimónides, Sem Tob, Spinoza, Toller, Kafka o Adorno dando saltos dentro de sus tumbas. Sin duda, acompañados por un universal rechinar procedente de los cementerios hebreos de todos los confines. Una orquesta de sonido salvaje a la que permanecen sordos estos dirigentes que se quejan acá y acullá de que en el mundo se está desencadenando una campaña antisemita.
Y claro, como decía Juan Francia el otro día en su programa radiofónico, van a tener razón. Puede que a fuerza de pagar espacios y más espacios publicitarios en los grandes periódicos de cada país acaben consiguiéndolo ¿Por qué no incluir spots en televisión? Puede que a, fuerza de seguir insistiendo en su camino de muerte no se limiten a las burradas jurídicas de que estos días informan los expertos, ni siquiera a salpicar el barro de los asentamientos palestinos con el cotidiano fiambre de chaval. Dentro de nada dinamitarán las casas, ya han amenazado.
El paso siguiente es fácil de colegir: no quedará otro remedio que el exterminio de los palestinos. Sin duda, a fuerza de haber aprendido en esa universidad del dolor que fueron los campos alemanes, han acabado por asimilar el horror a la normativa vigente. Hasta el punto de que, a medida que reciben más curritos del tío Sam, los dirigentes de Israel hacen filigranas con su arrogancia. "¿No quiere mejor Yahvé la obediencia a sus mandamientos que no los holocaustos y las víctimas?", dijo Samuel. Haría bien el Estado israelí en renunciar a toda la tradición cultural que conforma la historia de su pueblo y anunciar que han inaugurado una nueva era.
Durante siglos, el mundo se ha venido asombrando ante la capacidad de un pueblo disperso para mantenerse unido ante la firmeza de unas raíces que el paso del tiempo no ha logrado carcomer. Hay quien afirma que la principal razón de ese vínculo está en la religión, en la idea de redención como sustrato para seguir esperando una vida mejor. De un modo harto alambicado, sobre el tejido urdido por las distintas potencias, esa fe se ha sustituido por la idea de nación: "La proclamación de un tan dudoso último sentido ha conducido luego a la furia, al fanatismo" (Horkheimer dixit).
La experiencia de la injusticia, elevada a su máxima categoría con la eliminación sistemática de millones de individuos, ha sido sufrimiento casi exclusivo del pueblo judío. Pero sería cínico e imbécil deducir de ahí que la maquinaria de aniquilación nazi haya sido tan selectiva. El aprendizaje pertenece a toda la humanidad, pues al hombre compete detener el avance destructor de su lado bestial: es suicida fabricar todo lo que la mente humana es capaz de concebir, especialmente en su borrachera megalomaniaca. Que la maquinaria nazi jamás se destruyó lo prueba esta situación en que vivimos: podemos escuchar desde un sillón, fumando un cigarrillo, que cada ser humano está sentado sobre tres toneladas de dinamita.
Mientras realmente creemos estar sentados en el sillón. Así ¿qué importancia tienen las dentelladas del Estado de Israel a los palestinos?
Sin embargo, actúan como latigazos. Para nuestras conciencias no es lo mismo saber de la existencia de esos botones capaces de desencadenar la destrucción. definitiva que contemplar las imágenes vivas de unos escolares que lanzan piedras contra un tanque, perdón, una tanqueta. No es lo mismo el recuerdo de las masacres de Sabra y Chatila o aquellos barcos hasta los topes conduciendo a palestinos a distintos lugares de la Tierra. La diáspora se ha iniciado también para el pueblo palestino, y ese éxodo forzado será lo que le salve de la aniquilación definitiva. En tanto la fabulosa explosión no acabe con todos, tirios y troyanos, palestinos y judíos, norteamericanos y soviéticos, posmodernos y francfortianos, qué más dará ya. Recogiendo la iniciativa que lanzara Gabriel García Márquez para la creación de un arca de la memoria que dentro de millones de años pudieran encontrar los futuros seres vivos, no estaría de más -como él mismo señala- que nos aprestáramos a lanzar botellas al espacio sideral. Deberían contener los nombres de los responsables del desastre y cómo no sólo se negaron a escuchar nuestras exigencias de paz, sino que mandaron sus ejércitos contra tan subversiva demanda. Entre esos nombres sin duda figurarán los adalides del Estado israelí y quienes apoyan sus métodos.
Palestinos que conocieron el cálido sol de las orillas del Jordán recomponen hoy su existencia entre las nieblas londinenses, el desierto californiano o el frío de Budapest. Son los más afortunados. A pesar de todo, conservan su identidad, una identidad que les dio su territorio abonado por siglos y siglos de una existencia en común. Y en Praga, Nueva York o Bagdad, cuando llega el fin de año, brindan sonrientes, hacen bromas sobre los largos discursos de Arafat y no mencionan al enemigo. Sólo dicen "aam al bushra", y luego, en inglés, en ruso o en italiano, algo así como "¡lo conseguiremos!". A cualquiera de nosotros, seres prácticos y con la cabeza en su sitio, eso nos parecerá una ingenuidad. Pero la determinación nadie sabe hasta dónde puede llegar, es algo que los dirigentes del Estado de Israel no ignoran: de momento, unos humildes cantazos les están haciendo más pupa que un buen ramillete de misiles.
Los éxodos significan desarraigo. Pero cuando no son voluntarios sólo sirven para alimentar la nostalgia por la pérdida. La nostalgia, como todos los sentimientos, puede desarrollarse hasta concretarse en acción. Y la acción de la gente siempre es contraria a la prudencia de los Estados. Más valdrá negociar, si es que todavía hay tiempo. Es una buena ocasión también para que Gorbachov demuestre hasta dónde está dispuesto a llegar: me dejo comer el caballo a cambio de tu alfil. La resolución del mundo árabe es un factor con el que las dos potencias han de contar. Ahí están Irán y los brotes fundamentalistas que surgen dentro del islam: la actitud de Israel es un buen cebo, una bandera fácil de agitar. Más valdrá que entre todos detengan, detengamos, sus ínfulas. Su avance lo pagaremos también todos. No sólo aquel palestino medio trompa que me encontré en Nochevieja en una ciudad del norte de Africa, el palestino que repetía: "Dammned world, dammned new year" ("¡Maldito mundo, maldito año nuevo!").
joven escritora madrileña, es autora de la novela Sic transit.
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