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Carnaval paraguayo

JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN

José Antonio Martín Pallín

El pasado domingo de carnaval, el Gobierno del general Stroessner convocó a los ciudadanos paraguayos para participar en una representación más de la parodia electoral que se viene repitiendo periódicamente desde que logró hacerse con el poder absoluto en su país. Las urnas, despojadas del simbolismo y valores que encarnan en una votación democrática, se convierten en piezas de un decorado que difícilmente puede transmitir al espectador una sensación de veracidad.El Partido Colorado, oficialista, intenta disfrazar su posición hegemónica con el apoyo complaciente que le prestan dos partidos fantasmas, el Liberal y el Liberal-Radical, que desde hace unos años acceden gustosos a formar parte de una especie de trípode con pies torcidos, que sirve de sustento al sistema totalitario que encama el general Stroessner; un general impuesto por la fuerza de las armas y asentado sobre una inicial represión sangrienta, que hoy ha descendido a cotas más bajas que en sus momentos iniciales. El dominio absoluto que el partido oficialista ejerce sobre el patrimonio estadístico, obtenido de un calculado control del escrutinio electoral, le permite compartir cuotas proporcionales de su botín (un 33%) con sus comparsas en el coro electoral.

De todo el ceremonial desplegado, sólo las urnas y la papeleta mantienen, inanimadamente, la imagen de una confrontacion electoral. No falta, quizá por influencia del gran vecino del Norte, el colorido indumentario y la algarabía musical y propia de los comicios estadounidenses. Sin un mensaje político pluralista y renovado, el sufrido ciudadano paraguayo debe someter sus oídos a la audición ininterrumpida de polca con nombres tan originales como General Stroèssner y Partido Colorado.

La oposición política, agru pada en tomo al acuerdo nacio nal que aglutina a cuatro partidos -Febrerista, Liberal-Radical Auténtico, Democracia Cristiana y Mopoco-, se ve imposibilitada de participar en las elecciones ante la carencia de las mínimas garantías que deben presidir una contienda electoral.

Todo el sistema electoral paraguayo está organizado para servir a la demostrada vocación del general Stroessner para perpetuarse en el poder y transmitirlo, por vía sucesoria, a sus descendientes directos. La ley Electoral (886/81) establece un sistema de listas, confeccionadas con datos no contrastados, por lo que nadie puede tener un conocimiento mínimamente fiable del número de electores reales y de sus señas de identidad. Ninguna comisión no oficial puede tener acceso a las listas para depurarlas o impugnarlas. Si un ciudadano desea inscribirse, no podrá comprobar si su petición se ha llevado a efecto.

Carece Paraguay de una instancia electoral judicial que decida sobre las reclamaciones de los ciudadanos ante las irregularidades electorales. Los partidos o agrupaciones electorales que deseen participar tienen que recibir el visto bueno de la llamada Comisión Central Electoral. Esta omnipotente institución concede el libre paso a la contienda a aquellos que voluntaria y graciosamente admite, pero nadie puede corregir o variar sus decisiones.

En este momento, la Democracia Cristiana está todavía esperando, desde 1971, que la Corte Suprema de Justicia resuelva la reclamación pendiente sobre la denegación de su petición de inscribirse en el registre oficial.

La Conferencia Episcopal Paraguaya, que desde hace unos años ha llamado a todas las fuerzas políticas y organizaciones sociales a un diálogo nacional, ha exteriorizado su postura crítica ante la maquinaria electoral que viene manejando la dictadura. Cualquier intento de ajustar la sociedad paraguaya a las corrientes pluralistas que vertebran la realidad del país tropieza con la censura, la coacción y hasta la cárcel de aquellos que arbitraria y selectivamente eligen los órganos de represión del Gobierno. La posibilidad de expresar y transmitir opciones distintas a las del Partido Colorado oficialista se reducen al silencio por decisiones revestidas de formalidades pseudojurídicas que harían enrojecer o quizá sonreír al menos avezado constitucionalista. La Prensa y los medios de comunicación, ha dicho el fiscal general del Estado, no son sino servicios públicos, cuyo funcionamiento y vigencia pueden ser afectados por una simple resolución administrativa del mismo rango que un decreto ordenando retirar la ropa tendida de los balcones.

El diario Abc Color permanece silenciado por una resolución del ministro del Interior que ha entendido que su contenido afectaba gravemente a la "salubridad pública". Ninguna instancia judicial se ha dignado amparar a sus propietarios y redactores. Sólo la graciable decisión de las autoridades podrá restablecerles en la posesión de sus instalaciones, que no así en el pleno disfrute de sus derechos y, sobre todo, de la libertad de informar. La televisión oficial es impermeable a cualquier presencia no grata al palacio presidencial, y, lejos de mantener un calculado y táctico distanciamiento, participa con decidido fervor en la propaganda de la postura oficial y en la constante denigración de los opositores políticos, a los que con frecuencia vitupera con el sambenito de "vendepatrias" por tratar de introducir modas tan perniciosas y foráneas como la libertad de expresión, el pluralismo político y el derecho a unas elecciones libres y auténticas.

El cerco a Radio Ñanduti ha sido más sofisticado y, después de numerosas irrupciones de la policía en su sede y la interferencia constante de sus emisiones, fue cercada económicamente, chantajeando a los comerciantes y empresarios que habían contratado la inclusión de espacios publicitarios. Me refiero exclusivamente a estos dos casos por haber alcanzado mayor relevancia internacional, pero el catálogo de medios cerrados y periodistas encarcelados por el simple ejercicio de su profesión ha llenado las páginas de los informes redactados por la Organización de Estados Americanos, las Naciones Unidas y la Unesco.

El respeto al Estado de derecho añora en cualquiera de las decisiones diarias que emanan del general presidente. El 20 de diciembre pasado se produjo la excarcelación del capitán Napoleón Ortigoza, después de cumplir, día a día, 25 años de reclusión por el delito de conspiración y por la muerte de un cadete cuya identidad y causas nunca fueron suficientemente explicadas por los tribunales paraguayos. Extinguida la pena, ha caído sobre él la discrecionalidad administrativa en forma de confinamiento en el poblado de San Estanislao, sin que ninguna norma legal lo autorice. Nadie ha fijado un plazo preciso para la duración del confinamiento: el coronel director de la prisión de Asunción dijo que 15 días; el capitán que lo trasladé, 30, y sus abogados piensan que puede prolongarse indefinidamente, sin que tenga posibilidad de acudir a instancias judiciales para demandar protección.

Con una oposición amordazada y sin posibilidad de participar libremente en la vida pública, parece aventurado tratar de apuntarse a esta representación electoral que van a presenciar los paraguayos.

Si alguna opción política opositora considerase tácticamente oportuno forzar el juego electoral y presentarse a los comicios, todavía tendría que soportar, impotente, los trámites de fiscalización del proceso electoral, tanto en el momento de emitir el voto como en la realización del escrutinio electoral. Los colegios electorales están controlados y absolutamente dominados por el partido oficial, que ostensiblemente, sobre todo en las zonas rurales, hace ver a los electores la posibilidad de conocer su voto, violentando el secreto del sufragio. Si algún partido designase interventores, la ley Electoral (artículos 53 y 66) los despoja de toda facultad de control, y ni siquiera pueden exigir que se hagan constar sus protestas a la hora de emitir el voto o de verificar el resultado final.

Al día siguiente de la ceremonia democrática, Paraguay sigue enfrentado a su aplazado dilema. La razón y la justicia están del lado de los opositores y de las fuerzas sociales que luchan por restablecer la dignidad y las libertades de todos los paraguayos; corresponde a la comunidad internacional el deber de presionar al Gobierno y a las potencias que dominan la zona -Brasil y Estados Unidos- para restablecer la democracia y restañar los sufrimientos y, heridas del pueblo paraguayo.

es presidente de la Asociación Pro Derechos Humanos, fiscal del Tribunal Supremo y miembro del Secretariado Internacional de Juristas por la Amnistía y la Democracia en Paraguay (SIJADEP).

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