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La presencia de lo invisible

Dijo una vez José Luis Alonso. "En teatro, la esencia es el actor y el drama, nada más. Y si me apuran, solo el actor, porque es de lo único que no se puede prescindir en un espectáculo".Son más que palabras, porque, entre las brumas de la memoria de las luces de este tiempo, tales palabras son aroma de hechos: sus montajes, algunos de ellos -La loca de Chaillot, Los bajos fondos, La rosa de papel, El último inquilino, Rinoceronte, El zoo de cristal, El galán Jantasma- alardes de dominio sobre los pliegues más minúsculos del comportamiento escénico y de esa hermosa sabiduría teatral que desprende el grito cuando es susurrado, la alegría cuando franquea la frontera del dolor, la evidencia cuando se hace inexplícita, la verdad cuando se viste de metáfora, la rectitud cuando discurre por los elegantes caminos de lo indirecto.

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El reconocimiento del actor como cúspide de las interioridades del teatro no es cosa de ahora, pero sí lo parece dicha por un director de escena; es decir, por un hombre con poder y en cuyo oficio ha de ejercer ese poder en carne viva, en la forma directa y despiadada de mando, un mando ejercido precisamente sobre el actor, sacerdote de un culto inconoclasta, pero habitualmente educado por los directores de escena en la obediencia e incluso en la mansedumbre.

El vértice

Y ahí debe estar el misterio que acompaña desde hace casi medio siglo a este silencioso, singular, y no suficientemente estudiado, hombre de nuestro teatro: ¿Cómo un profesional del ordeno y mando teatral, del "tu haces esto así, porque yo lo digo", hace reposar las leyes de su oficio, e incluso de su identidad artística, sobre el reconocimiento -que pocos de sus colegas alcanzan sin hipocresía- del actor como vértice de la pirámide teatral?

Al aceptar la primacía del actor, los grandes trabajos de puesta en escena de Alonso esconden su maestría detrás de la acentuación de la maestría de los intérpretes que él dirige. Es así como este hombre de teatro se ha hecho experto en la más intensa de las formas de presencia, que es la de lo invisible. Y esta su regla de oro profesional -variante del axioma clásico de que la mejor puesta en escena es aquella que no se ve- está en íntima conexión con la minuciosa elaboración de su propia personalidad pública, que, de puro invisible, apenas nada tiene de pública.

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