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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Entrometidos

EL DESCUBRIMIENTO de que el CESID (Centro Superior de Información para la Defensa) controlaba las conversaciones telefónicas del director general de Asuntos Consulares, del Ministerio de Asuntos Exteriores, constituye uno más de los oscuros episodios en que se han visto envueltos en la última década los distintos servicios de información españoles. Si había alguna duda sobre la ilegalidad de tales actuaciones, ésta ha quedado despejada con la inclusión reciente en el Código Penal de un precepto que sanciona específicamente la colocación de escuchas telefónicas sin la debida autorización judicial.Pero no solamente desde el plano de la legalidad estas actuaciones deben ser firmemente rechazadas como atentatorias a derechos fundamentales de la persona e incompatibles con los principios del Estado de derecho. Tampoco parece clara su utlilidad para las tareas de prevención que esos servicios tienen encomendadas, que son las áreas de la amenaza exterior a los intereses nacionales y la de los intentos involucionistas contra las instituciones. Al menos, es dudoso que hayan servido a esos fines las investigaciones de este tipo, que en el pasado reciente no han perdonado a políticos, magistrados, periodistas, militares o líderes sindicales. La gran sospecha es que este tipo de actuaciones se debe únicamente a la suicida guerra que libran entre sí los distintos servicios de información, atendiendo a la ambición corporativista de cada uno de ellos de acumular el máximo poder posible para un beneficio propio.

La investigación a que ha estado sometido el director general de Asuntos Consulares, aparte de su manifiesta ilegalidad, encaja perfectamente en estas coordenadas. Ningún indicio abonaba la necesidad de investigar -y menos de modo tan burdo, sin autorización judicial- a este alto funcionario. Sin embargo, su participación como representante de Exteriores en las reuniones del Grupo de Trevi, los encuentros de responsables de Interior de los países de la CE para tratar sobre el terrorismo y la delincuencia organizada ha podido convertirle en una fuente importante de información. Si es así, resulta intolerable que agentes sin escrúpulos de un servicio nacional espíen el cometido oficialmente encomendado a un representante del Estado. Hechos de esta naturaleza no sólo cuestionan el efectivo control que el Gobierno está abligado a ejercer sobre estos servicios, sino que ponen en entredicho la capacidad profesional de los mismos.

El que a estas alturas sigan produciéndose actuaciones así demuestra que algunos hábitos enraizados en el pasado no acaban de desaparecer o de transformarse de acuerdo con las exigencias democráticas. Nadie debe poner en duda la necesidad de que España cuente con una organización de inteligencia capaz de abordar el espionaje militar y político extranjero, así como la estructuración del terrorismo o el involucionismo, y que también sea solvente para cuestiones como la del espionaje industrial. La creación del Centro Superior de Información para la Defensa, en noviembre de 1977, respondía a esa necesidad. Pero sus 10 años de existencia no han sido suficientes para acreditarlo. La inclusión en su nómina del personal que trabajaba en el antiguo Servicio Central de Información (SECED) del almirante Carrero Blanco ha lastrado, sin duda, desde el principio su orientación como organización de inteligencia adecuada a las necesidades del Estado democrático. Por otra parte, ha sido demasiado evidente en estos años la vigilancia mutua a que se han sometido los todavía numerosos servicios de información españoles, así como su desmedida inclinación a entrometerse en las vidas y haciendas de personalidades y organizaciones democráticas. Mientras tanto, la trama civil que sirvió de soporte al frustrado golpe de Estado del 23-F sigue en la oscuridad. Cualquier reforma de los servicios de inteligencia encierra graves dilemas, como el de aceptar o evitar que su buena coordinación y eficacia pueda derivar en una gran acumulación de poder. En todo caso, ése es un reto que tiene el Gobierno y al que no parece enfrentarse con decisión. Porque no existe ninguna razón que legitime a un servicio de información para entrometerse por su cuenta, de espaldas a las instituciones democráticas, en la vida de los ciudadanos o a patrimonializar información que afecte al interés nacional.

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