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El débil reformismo del PCI

Afirmar la prioridad de la reforma del sistema político denota, ciertamente, el esfuerzo por liberarse de la persistente viscosidad de las prácticas asociativas y por marcar un terreno decisivo para la iniciativa política. Sin embargo, permanecen algunas ambigüedades que corren el riesgo de dejar en el terreno de la vaguedad el significado del viraje del Partido Comunista Italiano (PCI) y, sustancialmente, de incapacitarlo. "Reforma institucional" y "juego en todo el campo" son fórmulas vacías si no se concretan en propuestas de gobierno o en objetivos de lucha, indicando plazos y modos, y si no se despliegan en el campo fuerzas y protagonistas. En realidad, reforma ha significado hasta ahora poner en forma nuevos actores y nuevos conflictos y producir nuevos lenguajes y nuevas comunicaciones.Éste es el punto débil del informe y del debate en el último Comité Central del PCI: la falta de una severa y lúcida definición de la reforma que se quiere promover. Y, sin embargo, ése es el punto crucial, porque lo que parece que resulta improbable en estos años es la posibilidad misma de reformas. Reformismo es una palabra gastada tanto en su práctica como en su elaboración. Hemos llegado al límite del uso posible de este término, que tiene ya dos significados puramente residuales:

a) Conservar y mejorar lo que existe, especialmente a través de una mayor eficiencia de la Administración, una más rápida capacidad de decisión del Gobierno y una agilización de los trámites excesivamente farragosos y dilatorios.

b) Actuar sobre concretos problemas emergentes bajo el impulso de movimientos y grupos de presión, con respuestas parciales en el ámbito de una estrategia flexible y también abierta a alianzas transversales, como en los referendos.

El reformismo clásico, que se proponía una equidad en la distribución de la riqueza, una política de pleno empleo, la difusión del bienestar y un control de la estrategia productiva, parece ya agotado. Los obstáculos que lo hacen en cualquier caso impracticable pueden resumirse fácilmente. La gran reestructuración ha incrementado enormemente la complejidad social, provocando, por una parte, una creciente fragmentación social y el debilitamiento de toda centralidad obrera o de otras clases, y, por otra, una densidad organizativa que se manifiesta en la progresiva institucionalización de intereses y necesidades y en la extensión de las distintas burocracias. La falta de referentes sociales hace que los partidos sean cada vez más homólogos en sus comportamientos y en sus programas. La articulación del sistema en un número indefinido de subsistemas (político, social, económico, educativo, asistencial) imposibilita la hipótesis de una reforma que no sea una pura racionalización de los circuitos internos y adaptación suave de las tensiones internas del sistema.

El 'retoque'

En estos términos, una estrategia de la innovación se resuelve en mejoras y logros parciales para aumentar la capacidad de prestación del sistema en concretas y específicas cuestiones. La lógica es la del retoque, porque, como parece decirnos la aplicación de la ley de la entropía al sistema social, si produzco un nuevo orden en un sector, creo inevitablemente desorden en otro. El nuevo orden se paga con un nuevo desorden. Por ello, en una sociedad compleja todos nos convertimos en enemigos de las grandes reformas.

El análisis del proceso parece llevar a una conclusión inevitable: la política no puede ser más que administración y adaptación funcional de los intereses en conflicto en el ámbito de las compatibilidades definidas por el sistema. El gran reformismo se convierte en reformismo mínimo. El partido de las reformas es una paradoja, una autocontradicción respecto al análisis y a la forma de conciencia que expresa, o bien es una ficción y un engaño. Y precisamente a esta conclusión es a lo que hay que oponerse si no se quiere abandonar la partida.

Premisa indispensable para ello es la consciencia de que ni las reformas ni las revoluciones son una necesidad histórica. Ningún cambio puede deducirse del análisis social de los procesos en marcha. Al contrario, hay que reconocer francamente que el capitalismo muestra una creciente capacidad de éxito, a pesar de las crisis y a menudo a través de las propias crisis. Por tanto, la reforma es sólo una decisión posible aunque improbable, de la que, sin embargo, se pueden indicar algunas condiciones, por así decir, preliminares:

1. La acumulación de una masa crítica, que se manifiesta especialmente cuando en las nuevas generaciones resultan dominantes expectativas distintas a las tradicionales del mundo del trabajo, o cuando algunos sectores tradicionales se niegan a ser visibles en las formas consolidadas, por ejemplo el mundo femenino.

2. La difusión, no exenta de confusión en algunos estratos sociales, de la consciencia de su propia discontinuidad con respecto a la tradición.

3. El auge de lógicas y lenguajes plurales que no se pueden traducir al código de comunicación social en el que habla el sistema (nuevas concepciones estéticas y nuevas visiones del sentid').

Pero por sí solas estas condiciones no producen la innovación discontinua si no se toma la decisión de producir una nueva forma del conflicto y de lanzar a la liza nuevos recursos frente a los tradicionales del éxito y del bienestar. Sólo desde esta perspectiva puede vislumbrarse la opresión a que el individuo está sometido por la concentración de los poderes económicos y políticos, por lo inaccesible de las fuentes de información, por lo incontrolable de las condiciones mínimas de la propia reproducción física y psíquica y por la homologación en el mundo del consumo.

Tomar partido

Así pues, se puede tomar una decisión de cambio si se desvela la carga de violencia que el sistema emplea para disolver la voz de la diferencia y para obligarnos a un inaudito enflaquecimiento del Yo.

Éste es el paso obligado para tomar partido sobre el estado de las cosas. Iluminar la vocación dictatorial e imperialista de la lógica del sistema y de la estrategia de la debilitación de la subjetividad individual colectiva. Aclarar hasta el fondo cómo el aparente reconocimiento del pluralismo de las razones crea una lógica de sustancial achatamiento-homologación a través de la prohibición de producir conflictos no mediables y formas antagonistas a aquellas en que hoy es posible la visibilidad social del individuo.

Trazar la línea divisoria entre la potencia de la abstracción de la igualdad de derechos, que rompe el antagonismo moderno, y la violencia del artificio del sistema, que impone sus formas, sólo aparentemente diferenciadas, como expresión de compatibilidades predeterminadas.

En realidad, el sistema es una proyección sublimada de la dictadura, inatacable por la despersonalización del dominio, pero igualmente totalizadora y avasalladora.

La oposición debe nacer de aquí: de la lucha para obligar al sistema a que vuelva a marcarse fronteras y límites respecto a la autonomía de las formas de vida. Para obligar a la política a que asuma la responsabilidad de decidir, devolviendo espacios y vigor a la dialéctica democrática. Para obligar al poder a poner de manifiesto su titular efectivo. Si democracia es esencialmente posibilidad de revocación, no hay democracia sin decisión y no hay decisión si no se reconstruye un espacio incolmable entre instituciones y sociedad. Oponerse desde la izquierda al avasallamiento del sistema y de la política a él incorporada, que hoy se extiende sobre los aspectos más singulares de la existencia, quiere decir producir una nueva abstracción capaz de resistir el choque de las distintas autonomías (sociales, culturales, étnicas, religiosas) sin volver a conectarlas en un infinito juego de trasvases de un subsistema a otro para reducir dichos aspectos a la férrea lógica de la ilimitada intercambiabilidad-permutabilidad y, por tanto, de la indiferencia cualitativa. No creo que esta elección del reformismo fuerte pueda leerse en el informe y en el debate del Comité Central del PCI.

Traducción: Ángel Sánchez-Gijon. Pietro Barcellona es escritor político italiano.

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