La llamada al público desde el sonido puro
En el último festival de Santander actuó, con éxito notable, la Orquesta de Cámara de Europa, dirigida por Claudio Abbado, que ahora ha reaparecido en el escenario del Real, dentro del ciclo de Ibermúsica / Tabacalera. El teatro, como en las grandes ocasiones, estuvo rebosante de un público al que se llamaba desde la pura música: Schubert y Mendelssohn, la sinfonía Trágica y la Escocesa.La iniciativa de este grupo de excelentes instrumentistas, procedentes de diversos países, que se lanzaron hace seis años a la significativa aventura de una orquesta europea, no sólo posee todos los atractivos sociocomunitarios, sino que revela el alto grado de preparación alcanzado, en general, por los distintos centros europeos de enseñanza musical.
Orquesta de Cámara de Europa
Ciclo Orquestas del Mundo. Director: Claudio Abbado. Obras de Schubert y Mendelssohn. Teatro Real, 12 de diciembre.
Claudio Abbado (Milán, 1933) es una de las pocas grandes batutas de su generación y de la siguiente, y pone su mayor empeño en este trabajo con la orquesta de cámara; quizá, por dos razones: por europea y por juvenil. Esta segunda condición pone ante los maestros -Celibidache, Von Karajan o Bernstein gustan de las orquestas jóvenes- colectivos muy profesionales en la calidad y muy poco en los vicios de la rutina. Tocan los músicos de la Chamber Orchestra of Europe con un voluntarismo, un ánimo de perfección y un espíritu generacional de misión que ilumina sus versiones, bien pensadas, encauzadas y realizadas en acto por Abbado.
En estado puro
Ya es significativo que el maestro milanés frecuente el sinfonismo schubertiano anterior a la Incompleta, pues hay en esos pentagramas (la Primera y la Tercera sinfonías, en Santander; la Cuarta, ahora) todas las exigencias musicales en estado puro: textura de cámara, cantabilidad de lied, arquitectura y dialéctica sinfónica.Tocar como cantar podía ser una casi consigna para este Schubert nada trágico de la Sinfonía en do menor (1866), aunque su lirismo se entinte de coloraciones dramáticas derivadas del sentimiento de ciertos lieder: La muerte y la doncella, La tumba, El caballero de Toggenburg, por ejemplo. De análogos principios podría partirse para Mendelssohn y su Escocesa (.1830), tenue como las pinturas de Turner, y con Schubert y, sobre todo, Schumann, fuentes del sinfonismo de Brahms.
Con gesto que parece improvisado gracias a su naturalidad, en actitud de escucha capaz de corregir cualquier diferencia dinámica fruto de la acomodación a la acústica del local, animando a tocar más que mandando, en papel de colaborador más que de conductor que hace del podio plinto, anticipándose a los sucesos sonoros para encauzar su fluidez, Claudio Abbado hace triunfar, sobre todos sus saberes, su condición de músico y director nato a quien ni siquiera la ajetreada actividad de los maestros actuales resta cierto aire de dedicación permanente, de trabajo continuado, seguro y siempre renovado.
Fusión de valores
Abbado parece fundir en su personalidad los valores de sus antecesores -los directores estables con el viaje como excepción- y los de la moderna escuela, de asombrosa capacidad improvisatoria sobre la base de instrumentos orquestales de gran perfección. El resultado es comunicativo y directo, y a la vez riguroso y exigente en la ejecución, en el estilo y en la disposición de los fenómenos demandados por la misma música en su circular en el tiempo. En este sentido, fue ejemplar la visión, en medido crescendo, de la obertura de Egmont, acaso la más ceñida y concluyente de todas las de Beethoven. Las ovaciones abundaron, y con ellas, la certeza de una noche de música bien hecha.
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