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En qué mundo vivimos

Tras un sueño de siglos tan poblado por fantasías e ilusiones vagas como agitado en pesadillas, empieza ahora este país donde nací a reincorporarse con ágil despertar al mundo histórico en cuyas márgenes dormitaba; y así, me ha tocado la suerte de presenciar durante la última fase de mi existencia, con el forzado distanciamiento que mi edad impone, pero no sin apasionada y participante atención, las peripecias del desperezamiento a través del que España toma por fin una conciencia activa de la realidad en cuyo seno vive y tiene que moverse.Una de las peores pesadillas de su largo sueño fue, sin duda, la última, guerra civil, con sus horribles secuelas; y puestos a evocar aquel pasado, que para la mayoría de los españoles será ya materia de cuento y fábula mientras que para mí y otros cuantos más es todavía recuerdo en carne viva, quisiera poder transmitir a quien lea estas líneas la sensación de angustia que durante aquella tremenda crisis producía en nuestro ánimo el vacío del aislamiento político o neutralización en que desde siglos atrás se mantenía el país. A falta de conexiones internacionales efectivas, éramos tratados por las potencias extranjeras, no como sujeto respetable de relaciones serias, sino más bien como un objeto, pero esta vez no ya inerte, sino objeto raro, extravagante, molesto, mera ocasión de enojosas complicaciones dentro de un cuadro entonces demasiado conturbado. No hay duda de que la democracia con que España daba señales de su crecimiento interno evidenciando una vitalidad nueva llega a destiempo, en el momento más inoportuno. La afirmación democrática en nuestra Península era -por decirlo así- una impertinencia con la que no se contaba y venía a introducir un factor inesperado en un juego donde no teníamos mano.

Cierto es que, apenas proclamada la república, sus improvisadas autoridades empezaron a echar de menos la política internacional de que España venía careciendo; y Azaña, gran estadista frustrado y malogrado por circunstancias tan apremiantes y que tan mal se avenían a su personal idiosincrasia, quiso esbozar en seguida fútiles ademanes en busca de algún remedio. Pero las circunstancias no dieron tregua. Y quien, en otras condiciones, hubiera podido ser un gobernante de gran altura a la manera de Disraeli, tuvo que bregar malamente con situaciones por completo inapropiadas a su temperamento de conservador ilustrado. También él llegaba a destiempo.

En fin, la portentosa catástrofe que debía abrir una época nueva de la historia universal se inició, bien a expensas nuestras, sobre nuestro inexperto territorio, y luego, una vez concluida la que se llamaría II Guerra Mundial, volvió España a quedar aparcada, postrada y al margen de los milagros económicos de la reconstrucción europea. Sin embargo, este su aparcamiento de ahora no podía ya ser análogo a la marginalidad en que se había mantenido antes, mientras duraba el sistema de los equilibrios dinámicos entre naciones soberanas. Ahora ese sistema había quebrado dando lugar a la estrategia mundial de las superpotencias, y el territorio de la Península estaba necesariamente incluido dentro de esa estrategia mundial. La dictadura que los vencedores de la gran guerra habían preservado en España, -tan cómoda para ellos como aflictiva para este pueblo, les permitiría negociar la instalación de los indispensables dispositivos militares en condiciones de conveniencia discutible (es cosa a juzgar por los entendidos), pero en cualquier caso establecidas, como todo entonces, por vía dictatorial y sin que en ello entrase para nada la opinión pública.

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La opinión pública, en la medida en que, más o menos clandestinamente, se estaba constituyendo en la oposición contra el régimen, quiso entender las bases norte americanas como una venta alevosa del sacrosanto suelo de la patria y traicionera enajenación de nuestra inalienable soberanía nacional: argumentos buenos para combatir a la dictadura franquista y no desprovistos de toda eficacia al efecto; pero que en cuanto armas ideológicas resultaban tan obsoletos como pudiera serlo el fusil de chispa en una guerra moderna.

Entre tanto, la sociedad española se había ido transformando callada e internamente, por obra de un desarrollo económico que venía retrasado pero era inevitable, hasta asumir con espectacular presteza los valores y pautas de conducta propios de la última revolución industrial, mientras que en el orden de las ideas políticas las gentes seguían atenidas a fósiles correspondientes a la realidad periclitada. Si el franquismo decía luchar contra los fantasmas del marxismo judío y de la masonería, la oposición invocaba los principios de un nacionalismo no menos fantasmagórico. Era inevitable; y tanto más, cuanto que ni entonces ni hasta la fecha se han forjado en parte alguna los conceptos capaces de dar cuenta, interpretar y orientar la realidad presente, los instrumentos mentales para manejarla de modo adecuado; con lo cual vemos que las fórmulas verbales empleadas rara vez se ajustan a los hechos. Así, el pragmatismo que en estos días suele lamentarse o reprochársele a los gobernantes -Como, por supuesto, también al hombre: de la calle- carece hoy por hoy de alternativa razonable. Mejor será, pues, hacer lo que proceda en silencio, que no proferir vaciedades, inocuas cuando no peligrosas.

Peligrosos fueron en verdad por sus consecuencias algunos de los impremeditados pronunciamientos que durante el período de transición y afirmación de la democracia hubieron de hacerse públicos. El cambio social que la industrialización intensiva había operado en España a partir de la década de los sesenta, promoviendo con el crecimiento del bienestar económico una libertad de costumbres antes desconocida entre los españoles, permitió que el cambio político consiguiente se cumpliese sin traumas, dando paso hacia el poder a una generación bisoña formada en la oposición al régimen dictatorial. Pero es claro que aquellas nuevas actitudes y disposiciones anímicas que de tan insólita manera se manifestaban en la práctica del vivir cotidiano y privado no habían tenido ocasión de aplicarse todavía a la esfera pública. Es, pues, muy comprensible, y disculpable, que los hombres nuevos puestos ahora a actuar, sin experiencia de gobierno, en la arena política echaran mano alegremente de formulaciones ideológicas y asumieran posiciones programáticas sacadas del vetusto arsenal con que, mal que bien, habían combatido al franquismo.

Esto nada tiene de asombroso. Lo que admira más bien es la flexibilidad con que pronto supieron asumir el escarmiento de las ligerezas verbales (que implicaban promesas políticas) con que se habían pillado los

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En qué mundo vivimos

Viene de la página anteriordedos, e hicieron lo que estaba en su mano para escapar de la trampa y salir del absurdo compromiso. Y por cuanto se refiere a la cuestión de las famosas bases, en ello estamos.

No hay mal que por bien no venga, suele decirse; y quizá ocurra así a la postre con este caso particular. Mirando las cosas desde fuera, me parece a mí que el asunto está siendo negociado por los poderes públicos con energía, sagacidad y tacto, ,y sobre todo con un sereno sentido de la realidad, sin temor a la vocinglería demagógica -un temor que, por lo demás, sería fútil, si se recuerdan los sorprendentes resultados que, para alivio de tantos sudores, arrojó la votación del disparatado re feréndum...-. Entre las posiciones que la gente adopta frente al problema de las bases las hay, desde luego, para todos los gustos; y quienes, por ejemplo dicen estar a favor de ellas porque sus instalaciones dan traba jo en la zona, o se les oponen alegando que al vecindario le molesta el ruido de los aviones, muestran una actitud más racional en el fondo que quienes reaccionan por efecto de viscerales antipatías o de pánfilas adoraciones frente a Estados Unidos, o bien responden con simple automatismo a los esquemas de alguna utopía.

No son éstos, por cierto, críterios admisibles para tratar del tema, ni son sin duda los que inspiran la actuación del Gobierno. Consideremos que las condiciones del momento presente son muy distintas a las que prevalecían cuando las bases fueron instaladas en nuestro suelo. Si la España de Franco tuvo por necesidad que hacer entonces el papel de niño bueno ante los EE UU de América, la España actual no tiene por qué jugar ahora el de niño malo, como algunos querrían. Este país ha alcanzado entre tanto la mayoría de edad en lo interno como en el foro internacional y, siendo así, puede y debe encarar el caso en cuestión, igual que cualquiera otro atinente a sus intereses vitales, en actitud de adulta responsabilidad; esto es, mediante serena compulsación de las opciones existentes, de sus alternativas opuestas, y de las previsibles consecuencias de cada una; en otras palabras, con una apreciación realista del mundo en que vivimos.

Por fortuna, este mundo en que vivimos ha entrado precisamente ahora en una coyuntura histórica de cierta fluidez, cuando vemos alterarse el peso relativo de las diversas potencias, mayores y menores, cuando empieza a atenuarse, y quizá llegue a desparecer, para dar lugar a reajustes globales de signo distinto al de la confrontación dual, la tensión amenazadora entre las superpotencias. Y bajo circunstancias tales, la presencia efectiva que hoy tiene España en el tejemaneje de las relaciones internacionales permitírá que sus preferencias e intenciones sean tenidas en cuenta para los efectos de la política general, influyendo de alguna manera y en medida proporcional sobre el desarrollo de los acontecimientos. Por supuesto, desde dentro de las organizaciones dotadas de capacidad decisoria.

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