Actualización de la Academia
LA REAL Academia Española ha sido siempre un mullido castillo de discreción, incluso en casos de guerra civil y de dictadura, en los que ha procurado mantener su dignidad, su compostura y su conservadurismo. Todos los movimientos de estos días, que culminaron en la sesión del jueves, parecen precipitados, y han sido, para los realmente atentos a estas cuestiones, alarmantes. La unanimidad en la designación de Rafael Lapesa como director accidental durante un año tiende a tranquilizar mediante una salida muy propia de la casa: aplazar el problema.En realidad, la dimisión del director, Pedro Laín, no hubiera debido ser sorprendente. Estaba prevista para antes del jueves crucial de 1985 en que fue reelegido, porque él mismo lo había indicado así en el momento de su elección -el primer jueves de diciembre de 1982- en razón de que estaba estableciéndose alguna norma para el rejuvenecimiento de la institución. No fue asi porque él mismo se ofreció para salvar una crisis de candidaturas y una división interna que, según los academálogos, estaba ya produciéndose.
La renovación de la institución es el problema esencial de la docta casa. No tiene dinero, apoyos ni grandes ánimos en estos momentos. En una reciente visita, el vicepresidente del Gobierno prometió que pronto habría un presupuesto extraordinario para que la Academia pudiese hacer su trabajo de diccionarios y gramáticas. No se ha sabido más, y la Academia se mantiene hasta ahora con 34 millones al año, apenas para pagar el mantenimiento del edificio y los sueldos de los empleados. Los académicos no cobran más que unas dietas por sesión. El secretario perpetuo tiene alguna ventaja, como es la vivienda. Él y el director tienen unas dietas -además de las de asistencia cada jueves- de 91 pesetas al trimestre. El tema de los diccionarios paralizados se está empezando a resolver por la esponsorización: esta palabra no ha sido aceptada por los académicos, pero sí su dinero, facilitado por algunas entidades privadas. La interinidad de Lapesa no va a resolver en lo inmediato estos problemas.
¿Para qué sirve la Academia? Ésta es una pregunta muy frecuente en tiempos tan poco académicos. Precisamente ahora es cuando parece que sería de alguna necesidad: está renovándose el vocabulario, e incluso la sintaxis -y, desde luego, la olvidada prosodia-, y no va a ser la Academia la que frene este ímpetu, pero sí la que lo pueda regular. La pretensión de una Academia cuya autoridad preceda a la creación del lenguaje es inútil: la gramática de Nebrija extraía las reglas de cómo se hablaba ya en este país, y no obligaba a ellas. Pero la de una Academia que vele para que un idioma que es oficial en la mayor parte de las instituciones internacionales -la Unesco ha escuchado hablar en español a su nuevo director general- tenga una cierta unidad para que no se disgregue y para tratar de que haya la menor división posible entre las clases cultas, las políticas, las técnicas y las populares, parece ser interesante. Para lo cual tiene, efectivamente, que renovar su base, sus miembros, e introducir la suficiente capacidad técnica y los empleados de calidad lingüística que elaboren las papeletas con arreglo a estos tiempos. Es un rasgo de divertido pintoresquismo que mantenga el precepto de tener en sus sillones a un obispo, un militar y un grande de España -la buena fe de la Academia ha hecho que en la actualidad estos representantes sean realmente personas de idioma y letras- y dejen al margen otros estamentos entre los cuales se maneja el idioma, y hasta las nuevas maneras de expresión que brotan cada día.
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