De la grandeza a la grandilocuencia
Uno de los síntomas de que el western entró, al final de los años cincuenta, en una etapa de agotamiento fue la aparición en la producción de Hollywood de películas de este género cuyo reclamo comercial era, anunciado por todo lo alto, lo grande: grandes formatos, gran duración, grandes partituras para engrandecer la banda sonora, grandes repartos, gran aparato de encuadre, grandes presupuestos, acentuación de la grandiosidad de los paisajes y otros muchos pasaportes para la -a veces buenas y a veces no- retórica visual. Así saltó a los mercados del cine lo que la crítica francesa llamó, sin delimitar siempre bien los alcances de esta palabra, el superwestern.Una de las películas que mayor difusión y más fama alcanzaron de esta oleada fue la producción de William Wyler The Big Country, aquí titulada Horizontes de grandeza, probablemente para que no nos quedáramos atrás en la llamada a lo grande, ya incrustada en el título original. Más tarde, pasadas por las cribas del tiempo y de la reducción de la espectacularidad a sus justos términos, muchos de los ingredientes grandes de estos filmes se achicaron; o, peor aún, conservaron sus grandes proporciones, pero ficticias, en forma de globo hinchado, de apariencia de grandeza, de grandilocuencia.
Horizontes de grandeza (The big country)
Dirección: William Wyler. Guión: James R. Webb, Sy Bartlett y Robert Wilder, según la novela de Donald Hamilton. Producción: United Artists. Música: Jerome Moross. Estados Unidos, 1958. Intérpretes: Gregory Peck, Jean Simmons, Carrol Baker, Charlton Heston, Burl Ives, Charles Bickford, Chuck Connors, Alfonso Bedoya. Estreno en Madrid (en v. o. subtitulada): cine El Españoleto.
Rastros de buen cine
Hoy, ante estos filmes, la primera respuesta a aquella su llamada es por fuerza otra. El cine, en los últimos años, no ha hecho más que engrosar su almacén de recursos tecnológicos para ganarse, ya que no con inventiva y talento fílmicos, la atracción del gran público.Por ello, los recursos empleados entonces ninguna novedad son ahora, e incluso parecen antiguallas. Hay, por ello, que distinguir en estos filmes qué hay de verdadera grandeza y qué de aparato retórico. Y Horizontes de grandeza es todo un modelo donde podemos descubrir qué queda de autenticidad y qué de falsedad en aquellos alardes de medios, de esplendor de laboratorio y de gigantismo. Hay en ella para dar y tomar de una y de otra mercancía.
Quedan de Horizontes de grandeza rastros, no demasiados, de cine imperecedero. El fundamental es la creación por dos actores de reparto, Burl Ives (que ganó un oscar) y Charles Bickford, de un formidable dúo de, ésta sí grande, enemistad a muerte: dos patriarcas que llevan su odio recíproco a uno de esos memorables duelos que jalonan la historia del mejor cine del Oeste.
También quedará el acompañamiento a estos secundarios de las estrellas del reparto, que, pese a su celebridad, están muy por debajo de aquéllos: Gregory Peck, Jean Simmons y Charlton Heston sacan adelante, con su simple saber estar delante de la cámara, las figuras altisonantes y algo huecas que interpretan. Pero no es el caso de Carrol Baker, que, procedente de otra escuela y estilo de actuación, desentona, está fuera de sitio y da un curso de artificiosidad y de falta de conjunción con sus compañeros de reparto.
Y queda la mano de Wyler, que es de los que hacen todo bien, pero al que sólo por equivocación le sale algo genial, como en su western anterior, El forastero, que con menos ambiciones deja a éste a la altura del zapato. El resto de Horizontes de grandeza es brillante, pero rimbombante: más ruido que nueces. Con mucho menos, Ford, Ray o Boetticher hacían, en los inefables terrenos del western, mucho más.
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