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La irresistible ascensión de los profesores

Como tantas otras cosas, la literatura francesa tampoco es hoy lo que era. A principios de siglo una gran generación de escritores decadentes, simbolistas y perfectamente modernistas tomaba el relevo de la explosión realista del siglo anterior, la de los verdaderos gigantes. Si Balzac, Stendhal o Flaubert en la novela, o Baudelaire y Rimbaud en la poesía le dieron la vuelta al siglo de Víctor Hugo, la de Mallarmé y André Gide, llegando hasta Marcel Proust y Paul Valery no le fue a la zaga. París era la capital cultural del mundo y hasta se permitía, en el período de entreguerras, albergar todas las convulsiones y hasta los primeros compromisos con una literatura enérgica y ambigua, tan combativa como arriesgada, y así en la estela de los Malraux, Bernanos y Saint Exupery se formaban los grandes que luego controlaron la posguerra: Sartre y Camus. El paraíso francés parecía sobrevivir a su propia destrucción.Todo empezó a cambiar en los años sesenta, precisamente a principios de la década prodigiosa, la que culminaría en una de las más hermosas agonías de nuestro tiempo, la de los sucesos de mayo de 1968, cuando, tras la pérdida de Dios, los jóvenes revolucionarios advirtieron en carne propia que también se les había perdido la revolución. El mundo occidental empezó a alinearse según los esquemas de producción, consumo, informática y tecnología que marcaba el modelo estadounidense. En un mundo sin medidas convencionales, abandonado el oro e inconvertible el dólar, instalado en una espiral inflacionista creciente, donde los servicios suplían a los productos, la industria cultural tuvo que modificar a la fuerza sus métodos y funcionamiento, y hacer prevalecer por encima de todo no sólo al dinero sino a su irremediable velocidad de circulación.

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Y así las cosas, los últimos coletazos de la literatura francesa fueron la derrota del Nouveau Roman, el triunfo del estructuralismo y el refugio de la poesía en su propia torre de marfil. Durante los últimos lustros la influencia de las letras francesas en España ha sido casi inexistente, frente a la increíble progresión anglosajona, sobre todo norteamericana. París dejó de ser la capital cultural del mundo justo al día siguiente de la II Guerra Mundial, aunque la moda existencialista había mantenido durante unos pocos años la ilusión. Pero la historia es inexorable y ahora la literatura francesa, como una más entre las letras del viejo continente se busca a sí misma, investiga su identidad y combate como las demás, esforzándose en mantenerse informada y al día, que bastante tiene con ello.

La derrota francesa en esta capitalidad literaria mundial no dejó de provocar cierto desconcierto en las letras españolas, tan acostumbradas a su influjo. En este panorama, los latino americanos han circulado mejor, planteando la batalla a escala mundial desde París y Londres al corazón de Manhattan. Pero hace ya tiempo que las informaciones sobre literatura francesa, que aparecen en España son sobre todo las necrologías, las muertes de los grandes nombres que ilustraron nuestra juventud: las desapariciones de Malraux, Sartre o Aragón han ocupado más espacio en nuestros periódicos que el premio Nobel Claude Simon. Y por cierto la lengua francesa ha sido la más favorecida a lo largo de la historia por este galardón, pero cuando lo obtuvo Claude Simon hacía 20 años que no lo alcanza ba: eso mide la magnitud de su caída.

La universidad

De todas formas, el gran refugio frente a la ofensiva del mercado ha sido la universidad. Los profesores tomaron el relevo de los artistas, y no solamente ocuparon los centros de poder sino que hasta han llegado a configurarse como los verdaderos creadores en este tiempo. Si el Nouveau Roman nació entre los artistas -Simon, Sarraute, Robbe-Grillet- fue también el campo de batalla preferido para la vieja y la nueva crítica. Los profesores se han hecho poetas y los críticos han llegado en su afán perfeccionista a configurarse como auténticos creadores. Si se perdió frente al público la batalla de la nueva novela, los grandes estructuralistas formaron el repóquer de ases después de Sartre. Pero Roland Barthes moría atropellado, Lacan de un tumor en el vientre, Foucault del SIDA y Althusser desaparecía del mapa tras estrangular a su mujer. Sólo queda Levy-Strauss, académico que repasa en un estilo lírico e impoluto sus recuerdos de los tristes trópicos. ¿Quién se atreve ahora, en Francia, a escribir, frente a una crítica tan omnipotente?. Mientras tanto nadie diría que permanecen algunos personajes casi invisibles manteniendo erguida la gran tradición de las letras francesas: Marguerite Yourcenar, que convirtió la memoria en arte, Maurice Blanchot, de quien no se conoce su rostro, Julien Gracq, el narrador implacable, y dos poetas de magnitud universal en una vejez espléndida y absoluta, René Char y Francis Ponge. De hecho, se suele admirar que la literatura francesa ha residido siempre en su poesía, desde la Chanson de Roland, Rabelais y Ronsard hasta Baudelaire y Breton. Ahora los poetas se han refugiado en sí mismos aunque la lista sea muy nutrida: Bonnefoy, Dupin, Guillevic, Jabes, Reda, Roche, Tardieu o Torreilles. Pero ¿quién los conoce ya?.

El premio Concourt sigue conservando celebridad, impacto comercial e independencia. Se concede entre libros ya editados, su cuantía es mínima, pero sobrevive a sus errores. Sus aciertos han hecho historia, desde Malraux y Proust hasta Michel Tournier, pasando por los más recientes como Modiano o la inevitable Marguerite Duras. Las presiones editoriales, que existen, se balancean entre sí, de la misma manera que las protestas. A veces lo ganan los profesores, pero eso también se olvida. En esta ocasión el premio ha recaído en un marroquí que escribe en francés, Tahar Ben Jelloun (del que Península ha publicado este año en castellano su anterior novela, El niño de arena), pues también la francofonía es francesa, y Francia siempre se ha distinguido por la difusión de productos ajenos incorporados a su cultura. La primavera pasada la novela más vendida fue la de un superviviente, Julien Green, un francés nacido en Norteamérica, académico, católico y sudista: Los países lejanos. Ahora le ha tocado el turno a un poeta árabe. Entre las eternas polémicas intelectuales y profesorales de la deconstrucción y la moda, de los Derrida, Glucksman, Finkielkraut, Lipovetski y Bernard Henri-Levy, la lucha continúa. La literatura sigue reclamando sus derechos.

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