Nicaragua o el nacimiento de una nación
En la atropellada América Central, donde la imagen de un gentío mestizado se apretuja en el subdesarrollo económico y la frustración política, existe un mundo vacío en el que escasean los brazos para amueblar una creciente y distinta realidad, pero donde se está realizando uno de los grandes experimentos de nuestro tiempo. El regreso de una revolución a la libertad. Nicaragua es una geografía en la que se combaten la plenitud asfixiante en el centro teórico del campo -Managua- y el vacío de un país todo periferia, con mucho más de cien años de soledad.El Estado nicaragüense tiene su origen en el particularismo feudal heredado de la dominación española. Cuando Nueva España se separa de la metrópoli transformándose en México, lo hace con la aspiración de llevar consigo como dote para la independencia todos los territorios bajo la autoridad formal del virreinato, lo que abarca, por el Sur, la capitanía general de Guatemala. Las turbulencias del imperio de Itúrbide y la transformación de la lucha iniciada con el grito de Dolores en una guerra civil hacen imposible la dominación desde México de las tierras más allá de la península de Yucatán. Tras el fracaso de la tentativa de formar una federación centroamericana, los territorios que al aforo coinciden con los límites de las antiguas regiones de la capitanía general se independizan en orden disperso. Nace así en el talle interamericano lo que el vicepresidente nicaragüense, Sergio Ramírez, califica de tierra de Balcanes y volcanes; el particularismo de unos cuantos grandes terratenientes convertido en núcleo puro y duro del montañoso Estado posfeudal.
En 128.000 kilómetros cuadrados de tierra nicaragüense se dispersan dos millones de pobladores, con una densidad de poco más de 15 habitantes por unidad de cuenta, mientras que en el puñado de kilómetros de la capital se concentra más de un millón de personas; Nicaragua es el país más extenso de América Central, pese a lo que tan sólo supera en población a Costa Rica, que, con 2,5 millones de habitantes, apenas cubre 50.000 kilómetros cuadrados; el gigante demográfico de la zona, Guatemala, con 108.000 kilómetros cuadrados, tiene más de ocho millones de habitantes; Honduras, con una extensión similar, casi 4,5 millones, y El Salvador (una quinta parte de la superficie nicaragüense) se aproxima a los cinco millones. Nicaragua es, por tanto, un coloso por descubrir, un gran edificio nacional del que únicamente existen los cimientos. Mientras el mundo a su alrededor es un compacto de tierra y gente, abarrotado en ocasiones como el salvadoreño o bien nutrido como en el resto del istmo que engorda camino del Norte, Nicaragua es un recipiente todavía por llenar, un relativo vacío al que sólo unos límites artificiales ponen fin. La suya es una tierra, como la norteamericana hace un siglo, que todavía es frontera por conquistar. El país se mece, por tanto, entre una casi ausencia y una exhaustiva, densidad del polo rural al urbano.
En esa concentración de Managua se produce una apretura al cuadrado. Del millón largo de habitantes, de ese tercio del país estadístico, los 10.000 o 15.000 nicaragüenses que realmente cuentan, el país real, se agolpan en una madeja de relaciones personales, muchas veces consanguíneas, siempre sociales, políticas y sobre todo históricas. Porque Nicaragua es un país de familias, de prolongadas dinastías, que no forman, sin embargo, la tribu compacta de una oligarquía, sino que se desparraman en un mapamundi de contradicciones. Los Chamorro, Sacasa, Cuadra, Pasos, Pela, Coronel presentan un profundo corte transversal en su ombligo genético que en muchos casos los disemina desde la contra al sandinismo, pasando por los matices de la afiliación popular o socialcristiana, liberal, conservadora, socialista, comunista y cuál no del espectro partidario.
En Nicaragua, uno de los escarnios más utilizados es el de vendepatrias; desde los tiempos del filibustero William Walker -ligado a los intereses de la futura confederación sudista de Estados Unidos, que, invitado por un partido local nicaragüense, soñó hacerse un imperio esclavista mediado el siglo XIX-, el país se arroja a diestra y siniestra el epíteto, señal inequívoca de que nadie está muy seguro de qué es lo que hay que vender. Porque lo primero que parece confirmarnos la viva presencia de una cosa llamada Nicaragua es que esa cosa es lo que ahora unos cuantos están tratando de inventar. Unos cuantos sandinistas.
Sí otros países de América Latina conocieron durante el siglo XIX períodos más o menos prolongados de democracia limitada o censitaria, y en la contemporaneidad han alternado fases de democracia con regímenes de dictadura, ningún país centro americano había conocido jamás período democrático alguno antes de que a fines de los años cuarenta Costa Rica se dotara de sólidas instituciones representativas. Durante los 100 años anteriores, Centroamérica había sido la Polonia de Estados Unidos, el territorio en el que los zares primero y la Unión Soviética después no pueden consentir que: florezca una verdadera soberanía.
Así, Nicaragua sufrió en el siglo XIX la agresión de aventureros norteamericanos trabajadores más o menos autónomos como William Walker, o la ocupación institucional de los marines por un largo período iniciado en 1912. Tras el episodio de la rebelión de César Augusto Sandino, entre 1926 y, 1934, la dinastía de los Somoza consolidaba la indirect rule (el mandato indirecto) de Washington, de forma similar a como el imperio británico gobernó la India a través de los soberanos; locales, aunque sin la legitimidad histórica que éstos pudieran reclamar ante su pueblo.
El somocismo, instalado en los años treinta y que sólo concluye con el asalto final sandinista de 1979, es una satrapía local del imperio que se atribuyó Monroe, mientras que nada parecido a una nación nicaragüense se crea desde las estructuras del Estado. Nicaragua no existe como soporte de una nacionalidad diferente en los tiempos de la colonia; la independencia apenas hace que responda a unos intereses de pura explotación local, y, aunque sería absurdo discutir que siglo y medio de convivencia en el interior de unas fronteras ha contribuido a crear una conciencia de nicaraguanidad y sobre todo una imagen hacia el exterior como de la nacionalidad psicológicamente más agresiva, más vivida fuera (de sí, de la América Central, en 1979 el país es todavía un proyecto, y, hoy más que nunca, una oportunidad original para la democracia.
Porque el Estado sandinista que nace ese año se mueve a
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Nicaragua o el nacimiento de una nación
Viene de la página anteriortientas, experimenta con algún tipo de desarrollo socialista, autoritario ciertamente, pero no busca el reflejo de los países del socialismo real; afirmar que concibe su destino como el ensayo general de una segunda Cuba es sencillamente falso. Sobre cuál pueda o quiera ser el destino político del afán sandinista en esos años hay dos grandes escuelas de pensamiento. Según la versión local, el de Managua sería un Estado mucho más democrático de lo que lo es en la actualidad si no hubiera mediado la agresión contra-norteamericana; la vulgata de Washington sostiene, al contrario, que sólo la presión militar ha obligado a la Junta a dar a regañadientes los pasos actuales hacia la liberalización. La verdad posiblemente se halla en una combinación de ambas teorías, porque es difícil creer que el proyecto de los autotitulados herederos de Sandino -del que también se reclama descendiente toda la oposición democrática al sandinismo- no haya debido mucho a la improvisación, al reflejo de factores coyunturales; precisamente porque no ha dejado de haber un espacio de libertad durante todos estos años, pese a los rigores de la guerra impuesta desde fuera, el pueblo nicaragüense -la oposición democrática también- ha influido en ese proceso no dejándolo nunca únicamente en manos del poder. Ese poder, en cambio, sí que ha tenido un proyecto claro, antes y por encima de cuál debiera ser la proporción de marxismo-leninismo a inyectar en un sistema económico que nunca ha cesado de ser básicamente capitalista. El proyecto ha sido el del establecimiento de una soberanía nacional, de la independencia del imperio. Eso es lo que ha preocupado en Washington, y no una democracia de más o de menos en América Central.
La primera independencia de Nicaragua es la defendida por el sandinismo; la primera democracia de Nicaragua, insuficiente y con un futuro que hay que conquistar desde abajo mucho más que conceder desde arriba, es la sandinista; el invento de qué cosa pueda ser un día Nicaragua es en la hora actual una tarea sandinista. Por todo ello -debates aparte sobre una u otra escuela de pensamiento-, parece lógico que cuando se dan pasos que incluso Washington reconoce como positivos no se penalice a la revolución con la guerra mercenaria por cumplir con sus propias promesas.
En la Nicaragua de Esquipulas 2 hay por lo menos tanta democracia como en cualquiera de los restantes países de América Central, quizá con la insistente excepción costarricense. Los partidos actúan, la Iglesia predica, la patronal se queja, el diario La Prensa critica, únicamente la contra sigue haciendo, aunque con decreciente fe, lo que no cuadra en esta viñeta: entorpecer con las armas el establecimiento de la democracia.
Las insurrecciones desde la izquierda contra regímenes reconocidamente despóticos y explotadores no han encontrado habitualmente su camino hacia la libertad, y han sustituido una tiranía por otra, aunque ésta se configurara en una relación muy diferente con el pueblo, presunto beneficiario del cambio de sentido. El sandinismo, con todos sus meandros, rectificaciones y acosos, tiene cada día más la oportunidad de consagrar una revolución en marcha hacia la libertad. Si ese regreso al futuro no se interrumpe, la Nicaragua hoy sandinista será por primera vez simplemente Nicaragua. Esa transformación posiblemente no habría disgustado al propio icono campesino ante el que se santiguan los jóvenes comandantes de Managua. Asistiríamos entonces al enorme nacimiento de una nación.
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