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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La tragedia cíclica

LAS INUNDACIONES producidas estos días en Levante, donde han caído hasta 700 litros de agua por metro cuadrado, en poco difieren, por más que el dolor humano sea siempre singular, de las que casi cada año azotan esa zona. Esta cadencia temporal, estadísticamente verificable, parece que no es suficiente, sin embargo, para poner sobre aviso a los responsables de los organismos públicos encargados de hacer frente a la emergencia.La irrupción de un terremoto es todavía hoy un fenómeno natural difícilmente previsible. A pesar de ello, en zonas como el Estado de California (EE UU), cuya situación geológica le hace particularmente propenso a ese tipo de fenómenos, los edificios se construyen teniendo en cuenta este riesgo probable. Es una forma de previsión evidentemente costosa, pero mucho menos de lo que lo serían los daños humanos y económicos que evita. En el caso de las inundaciones que castigan tan contumazmente el Levante español, una parte de sus terribles efectos puede ser evitada. Pero para ello es necesario que el ciudadano que cíclicamente sufre este azote sea educado sistemáticamente en la realidad del peligro que corre y de las medidas a adoptar una vez dada la alerta. Y sobre todo son indispensables una adecuada y perseverante política de obras hidráulicas -encauzamiento de los ríos, construcción de canales, edificación de represas, protección adecuada de las zonas más repetidamente afectadas- y, llegado el momento de la amenaza, la eficacia de unos servicios de Protección Civil que cuenten con medios suficientes y la coordinación entre las diversas administraciones públicas.

La deforestación progresiva de los bosques mediterráneos, a causa de los incendios forestales, influye, sin duda, en la frecuencia de las inundaciones y hace más dañinos sus efectos. A pesar de ello, las grandes inversiones en materia de protección civil y en obras públicas en las zonas endémicamente afectadas brillan por su ausencia. Parece que la actitud oficial frente a estos fenómenos, pese a su repetición, no pasa de la del asombro cada vez que se producen. En todo caso, no va más allá de cierta práctica adquirida en el manejo de los mecanismos de alerta; práctica, de todas formas, negativamente afectada por la incomprensible ineficiencia de los servicios de prediccion meteorológica. El mismo día 4, con el diluvio ya desatado, el delegado del Gobierno en la Comunidad Valenciana, Eugenio Burriel, se quejaba de la falta de información previa sobre la verdadera magnitud de lo que estaba pasando. Ello ocurría sólo una semana después de la última de las varias alarmas de gota fría anunciadas por los meteorólogos y resueltas finalmente en chubascos sin consecuencias. Cuando llegó el lobo, mucha gente seguía pensando que de nuevo sería un cordero.

Los cauces de los grandes ríos de la región, sobre todo el Júcar y el Segura, deberían ser canalizados convenientemente, pero pasan los años y no se adopta ninguna decisión al respecto. A veces se hacen planes, como es el caso del encauzamiento del Segura en la zona de Orihuela, pero, inexplicablemente, no se llevan a la práctica. Nada menos que 37 graves inundaciones -a más de una por año- se han registrado en España desde los comienzos de los años cincuenta, la mayoría de ellas en las zonas bajas del Sureste español, con la consecuencia de decenas de muertos y de miles de millones de pesetas en pérdidas de todo tipo. Solamente en los últimos cuatro años, las riadas producidas en el Levante español han ocasionado daños por valor de 100.000 millones de pesetas, dinero que podría haberse invertido en poner los medios que evitasen la repetición o aminorasen los efectos de estas calamidades. No está en la mano del hombre impedir que se forme sobre su cabeza la temible gota fría, pero sí lo está que las aguas que arroja sobre campos y ciudades desemboquen en el mar sin dejar tras sí el consabido reguero de muerte y desolación.

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