Sobresalto o crisis en los mercados de valores
Durante mucho tiempo se dijo que la bolsa era el barómetro de una economía nacional y que sus oscilaciones representaban, con toda claridad, la situación concreta de un país: sereno, bonanza, mal tiempo o temporal. Después, y sobre todo en el largo período de recesión internacional que se inició en 1973 y hasta el comienzo de la década de los ochenta, la atención pública a las cuestiones bursátiles cedió de forma considerable. Las noticias que llegaban desde los corros de los mercados eran mediocres, cuando no malas o pésimas, y se producían de forma tan reiterada que suscitaban una cierta actitud del tipo de "si no quieres afrontar un problema, procura olvidarlo".Pero en 1981, con la reaganomics, con las medidas de desregulación económica, con los altos tipos de interés de EE UU para fomentar la entrada de fondos destinados a financiar el fuerte déficit público y con un dólar en ascenso meteórico, la atención de los grandes inversionistas empezó a polarizarse en la Bolsa de Nueva York. Y entonces, el Dow Jones, aletargado durante años, empezó a experimentar un crecimiento sostenido y acelerado, no tanto por buenas expectativas inmediatas de la economía norteamericana como por el hecho de invertir en dólares, cuando la cotización de éstos sí que tenía asegurado todo un tiempo de esplendor. El mercado pronto presentó los síntomas de estar pasando, en la jerga anglosajona, de una sucesión de años bear (el oso) a un mercado tipo bull (el toro), o, si se quiere decir de otra forma, de tendencias claramente a la baja a un mercado con fuertes impulsos alcistas.
A ese resurgir bursátil, que tan lisonjeras perspectivas presentaba como consecuencia de la política monetaria estadounidense, se unieron otros factores. Entre ellos -el primero de todos-, la acumulación de importantes masas líquidas de recursos financieros en Japón y en algunos países europeos, que, en ausencia de proyectos industriales propios de importancia, fueron volcándose sobre Nueva York.
A ello se unieron -segundo -factor- los efectos de la telemática; es decir, la configuración de todo un sistema planetario de mercados bursátiles cada vez más interconectados. Y, análogamente a como Toscaneffi había convencido de forma plena a Cristóbal Colón de que la Tierra era redonda, fue al empezar los años ochenta cuando los inversionistas constataron definitivamente que el mercado bursátil era geográficamente redondo, empezando en la mañana del nuevo día en Sidney, Tokio, Hong Kong y Singapur, para seguir después por Zúrich, Milán, Francfort, París y Londres y terminar en Nueva York.
Un tercer factor se unió a los ya mencionados en la nueva y triple sinergia: la cada vez mayor líbertad de movimientos de capitales. Y, en definitiva, los fondos líquidos, la multiplicidad de centros operativos interconectados y las órdenes telemáticas para mercados a su vez más y más informatizados tras el Big Bang de Londres generaron una situación financiera a escala mundial del tipo de aldea global en el mundo de las finanzas internacionales.
Más repercusiones
Nos encontramos en una situación novedosa. En 1929, cuando el célebre crash de la bolsa neoyorquina, las primeras noticias que llegaron a Europa no produjeron gran alarma. Se pensó que eran cosas distantes y distintas. Ahora todo es diferente: el lunes negro del 19 de octubre de 1987 se siguió a través de los televisores y de los ordenadores con atención minuto a minuto, y sus repercusiones se ramificaron, en tiempo casi real, por todo el nuevo sistema nervioso que une los centros financieros del mundo entero.
En los próximos días, mucha gente va a preguntarse, sin dejar de consultar en las pantallas de la televisión o en las columnas financieras de la prensa, si, todo fue un mero sobresalto, un mal sueño, o si, por el contrario, marcó el comienzo de una crisis profunda. Profecías aparte -que son difíciles en economía, como en cualquier otra faceta de la vida, por mucho que se quiere denigrar a la secta de los economistas-, lo cierto es que hay buenas razones para pensar que las cosas no volverán a ser como fueron y que las inversiones en el próximo futuro tendrán un carácter mucho más selectivo. Incluso los más apasionados y fervientes admiradores de las finanzas bursátiles tendrán que convenir en que la carrera de subidas en las cotizaciones fue bastante más alegre y confiada: sociedades que no reparten dividendos hace años, otras en situaciones de profunda reconversión industrial, etcétera, han visto elevadas por igual sus cotizaciones a niveles prácticamente celestiales. En las bolsas de Tokio, de Nueva York y en las españolas no son pocos los valores que alcanzaron un PER (price earning ratio o relación precio ganancia) superior a 50, lo cual significa, en román paladino, que si sólo se dependiera de los dividendos repartidos habría que esperar medio siglo para recuperar el capital de la inversión. Lo que significa que las bolsas se habían situado a niveles sin ligazón racional con la realidad.
La mayoría va a apostar por el sobresalto, por el mal sueño, por el susto, que, hora a hora, minuto a minuto, se quiere ver superado. Pero las cosas no son tan sencillas, y sin caer en dramatismos innecesarios, las breves reflexiones que hemos hecho deben llevarnos a una idea todavía poco difundida: la realidad de un planeta bursátil altamente vulnerable a las convulsiones políticas, a los problemas cambiarios, a los conflictos armados, por mucho que sean locales, y que, por consiguiente, están sometidos a toda clase de indeterminaciones. Y cuando se han alcanzado las cotas a que llegaron a principios de octubre, toda la envolvente de ese planeta hace más complejo e impredecible el futuro.
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