La restauración como historia sagrada
Pocas ilusiones tan persistentes como la recuperación del pasado. La memoria personal y colectiva, sin embargo, lejos de funcionar como un registro notarial, filtra selectivamente aquellos episodios del pasado que deseamos inscribir en nuestra historia social e individual. No recordamos el pasado: lo reconstruimos de acuerdo con los intereses del presente. No descubrimos la historia: la elegimos.
Cuando el arquitecto se enfrenta a la restauración de los edificios antiguos, su actitud no es muy distinta a la del historiador ante los restos documentales del pasado: ambos deben construir, utilizando algunos fragmentos del pretérito, una interpretación que sirva a los intereses contemporáneos. La restauración es una rama de la arquitectura en el mismo sentido en que la historia es una rama de la literatura.
Durante el siglo pasado, el arquitecto francés Viollet-leDuc y el crítico de arte británico Ruskin personificaron los polos del debate restaurador. Para Viollet, el arquitecto tenía derecho a reconstruir el monumento mejorando el original, como él mismo haría en Notre Dame de París y tantas otras catedrales góticas; para Ruskin, tales reconstrucciones ficticias equivalían a falsificaciones intolerables, juzgando preferible la ruina emocionante a la impostura.
Aunque desde la perspectiva actual Viollet y Ruskin aparecen como facetas diversas de un mismo talante romántico, que celebra un pasado heroico o melancólico, sus escritos alimentaron la polémica española de las primeras décadas del siglo entre conservadores y restauradores, y subyacen también a la ambigüedad de los últimos 50 años en nuestro país, que han visto coexistir una legislación meticulosamente conservacionista con una práctica restauradora tan laxa en su rigor como evidencia la prolífica serie de los paradores nacionales.
La democracia trajo las restauraciones con lenguaje moderno y el crecimiento exponencial del número de arquitectos dedicados a la reparación de la historia construida. Como sucede con los clásicos representados en traje de calle, que sorprenden e interesan la primera vez y hastian la enésima, las restauraciones a la moderna han pasado de vigorosos manifiestos vanguardistas a una reiteración fatigosa de autos sacramentales en jeans, y acaso la erosión que ocasiona esta desgana no sea ajena a la perplejidad metodológica contemporánea.
Grieta
Apagados ya los ecos del debate entre conservadores y restauradores, y aceptado también por casi todos el carácter arbitrario de la historia, el plano de la polémica se ha desplazado de lugar. Nuestro escepticismo finisecular, en efecto, nos describe al arquitecto restaurador como un fabulador, un narrador de historias tranquilizadoras o inquietantes, un constructor de relatos que desdibujan las fronteras entre el recuerdo y la invención, entre lo nuevo y lo existente. Pero esas fábulas arquitectónicas, en las que habrán de anclarse los mitos esenciales de la historia colectiva — ¿cómo representarse la historia de España, por ejemplo, sin El Escorial o la Alhambra?— padecen una vacilación interior, una fractura oculta que señala los términos del debate de hoy. Esa grieta es la que separa la caducidad material de la arquitectura de su tenaz permanencia simbólica.
Las virtudes nutricias de la restauración favorecen por igual a las fábricas perecederas y a las imágenes exhaustas, sometidas ambas a la usura del tiempo y la costumbre: pero resta obstinadamente por decidirse —y ese es nuestro principal dilema crítico— si las historias que la arquitectura construye subrayarán la mortalidad necesaria de la cultura o la intemporalidad cristalina de los símbolos; si los edificios restaurados exhibirán las cicatrices del tiempo o procurarán hurtarse a él como cuerpos embalsamados; si los monumentos se inscribirán en la historia natural o en la historia sagrada.
Luis Fernández-Galiano es arquitecto.
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