El futuro de Euskadi
HUBO UN tiempo, hace años, en el que las víctimas de ETA no sabían por qué morían, pero sus asesinos sabían muy bien por qué mataban. Hoy, las víctimas, como María Yoldi, la vendedora de periódicos reventada ayer por una bomba en Pamplona, siguen ignorando por qué mueren, pero da la impresión de que tampoco los que colocan los explosivos saben por qué, y sobre todo para qué, matan. Quienes se empeñan en demostrar el carácter necesario, o al menos inevitable, de esas muertes suelen mencionar la ausencia de voluntad política para resolver los problemas del País Vasco. Así, se evocará la existencia de una intensa represión policial, las resistencias del Gobierno a entablar una verdadera negociación, la existencia de centenares de presos, la negativa del partido gobernante a dar paso a la integración de Navarra en las instituciones vascas, a las que se calificará de incapaces de responder a las aspiraciones de autogobierno de los vascos.Pero nadie parece capaz de explicar coherentemente la relación que pueda existir entre esos problemas y la colocación de bombas. Seguramente porque ni siquiera los autores de tales crímenes saben por qué los cometen. Más bien parecen esperar a que el ulterior desarrollo de los acontecimientos, y en particular las reacciones de las fuerzas políticas, acaben otorgando un significado, cualquier significado, al dolor que siembran a voleo. Lamentablemente, esa pretensión no carece totalmente de fundamento. Durante años, cada nuevo atentado de ETA ha servido para agudizar las contradicciones entre los partidos democráticos vascos, produciendo una polarización que sistemáticamente ha sido interpretada por ETA como una invitación a proseguir la escalada.
Por eso, tan importante como la desarticulación de comandos es el clima de consenso político que parece afianzarse en Euskadi. El acuerdo unánime logrado por el Parlamento vasco instando la paulatina sustitución de las fuerzas de seguridad del Estado por la Ertzaintza constituye un paso fundamental hacia la normalización democrática de Euskadi. Dos factores pueden considerarse decisivos en la consecución de ese acuerdo: de un lado, el creciente hastío de la sociedad vasca ante tanta violencia inútil; de otro, la percepción de que es posible, en un plazo razonable, asistir al fin de ETA. Ha bastado esa impresión subjetiva para que las acciones de ETA dejen de ser el principal eje de diferenciación de los partidos de Euskadi entre sí y puedan éstos avanzar conjuntamente en la búsqueda de soluciones a los problemas reales de la sociedad vasca.
La existencia de ETA constituye desde hace años el principal obstáculo para que se convierta en realidad la aspiración, profundamente autonómica, de que la Ertzaintza sustituya en el territorio de la comunidad vasca a las fuerzas de seguridad del Estado. El Estatuto de Gernika atribuye a la Ertzaintza competencia plena en materia de orden público, estableciendo los mecanismos a través de los cuales la asunción de esa competencia se traducirá en la progresiva retirada de las policías del Estado. El acuerdo del Parlamento vasco significa despejar cualquier duda sobre la voluntad política de avanzar en esa dirección, superando estériles querellas interpretativas.
La eventual integración de Navarra depende, antes que nada, de que ETA deje de matar. Como la posibilidad de una reconciliación que produzca la salida de los presos vascos o la profundización de la autonomía política y el desarrollo del autogobierno. Así lo han entendido, superando tentaciones sectarias, todas las fuerzas que votaron el viernes el acuerdo sobre la Ertzaintza. Ahora sólo falta que quien puede hacerlo convenza a ETA de que una acción verdaderamente vasquista y radicalmente anticentralista por su parte pasa por acabar con esta locura absurda que ayer se cobró la vida de una vendedora de periódicos.
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