Chubascos moderados
LA CLIMATOLOGÍA provoca con frecuencia desastres inevitables que deben aceptarse con resignación, por dramático que resulte reconocerlo. Pero es responsabilidad de los gobernantes que todo lo que sea previsible no provoque daños y que todo lo malo que resulte evitable no suceda. Esto no reza, sin embargo, con la protección civil de los barceloneses. Cada año, entre finales de septiembre y principios de octubre, Cataluña registra una racha de lluvias torrenciales. Se trata de un dato fijo, casi afincado en el calendario. Y cada año, invariablemente, los chaparrones ponen al descubierto la falta de previsión de los responsables de los servicios públicos y la ineficacia e ignorancia de los meteorólogos de este país, cuya credibilidad científica se encuentra desde hace tiempo bajo mínimos.A la vista de la enorme cantidad de agua caída el pasado fin de semana cabe preguntarse qué entienden los hombres -y las mujeres- del tiempo por chubascos moderados o chaparrones ocasionales, que es lo que anunciaban. Para desgracia de estos augures, Barcelona se inundó, y ahí están los destrozos. Los colectores han vuelto a demostrar su insuficiencia, y junto a las tradicionales inundaciones callejeras y domésticas se ha repetido el dantesco espectáculo de las tapas de las cloacas saliendo despedidas a presión, convirtiendo las bocas en peligrosos fosos para transeúntes y vehículos. La buena voluntad de los bomberos no ha conseguido ocultar el problema de su reducido número, insuficiente para abordar emergencias generalizadas; junto a eso, se ha echado a faltar la imaginación suficiente para organizar otros tipos de auxilio -a partir del Ejército o a través de voluntariado- ante estas situaciones catastróficas.
En amplias áreas de Barcelona, las tareas de desagüe de pisos y locales se hicieron entre abundantes cortes del fluido eléctrico, reiterando las compañías todas las incapacidades que ya conocemos; dejó de funcionar el aeropuerto de El Prat, paralizándose el tercio del tráfico aéreo español que se coordina desde Cataluña; dentro de la ciudad quedaron completamente inutilizadas dos líneas de metro, con problemas de menor entidad en las restantes, mientras varias líneas de ferrocarril y diversas carreteras radiales se cortaron; el agua dañó varias centralitas de la Telefónica y se produjeron considerables fallos en la prestación del servicio. Algunos tramos viarios -que los barceloneses ya saben que deben evitar en los días de lluvia, aunque sólo sea por cuatro gotas- quedaron inservibles con la misma prontitud que en años precedentes, y el agua alcanzó alturas que no se habían registrado desde hacía una década. Por el contrario, resultó una novedad la rapidez y magnitud de la inundación de la calzada recientemente inaugurada junto al Moll de la Fusta. Allí, el desastre superó todas las previsiones, que ya eran más bien pesimistas.
En las últimas elecciones municipales, todos los candidatos de todos los municipios de España describieron minuciosamente el modelo de ciudad que pretendían, pero en general se refirieron con extremada superficialidad a la política concreta que pensaban desplegar para mejorar los servicios. Eso es lo que pasó también en Barcelona. Ahora hay que reconocer que una parte de los desastres de este fin de semana eran sin duda inevitables, pero el desplome uniforme y colectivo de la mayor parte de la infraestructura barcelonesa no queda justificado ni siquiera atendiendo a la cantidad de agua caída. Por lo demás habrá que ver lo que sucede cuando los meteorólogos de este país (incluido el de este periódico) anuncien un huracán. Sin duda se estarán refiriendo al fin del mundo.
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