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Tribuna:V SALÓN INTERNACIONAL DEL LIBRO
Tribuna
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Índices españoles

Me refiero no a índices de productividad ni a dedos o manecillas indicadoras de relojes, barómetros y otros aparatos parecidos, sino a los índices onomásticos, de materias, analíticos y otros que, en muchos países del mundo civilizado, se colocan habitualmente al final o al principio de libros de índole no novelesca.En su asombrosa y monumental obra Iberia -breviario por estas tierras subpirenaicas de los turistas norteamericanos-, publicada en 1968, James Michener comentaba, al hablar de los libros editados en España: "Especialmente enojoso es el hecho de que pocos libros españoles contienen índices, por lo menos ninguno de los centenares que he consultado, y algunos que pretenden ser compendios eruditos, tales como la historia de la zarzuela que tengo ante mí mientras escribo, carecen tanto de índice como de tabla de materias, aun siendo el tipo de libros que uno suele consultar en busca de una información particular y no para leerlo todo seguido". Y luego se preguntaba Michener: "¿Se puede tomar en serio la erudición de un hombre que deja de ofrecer hasta una tabla de materias?".

Desde que se escribieron estas palabras han pasado casi 20 años. ¿Hoy encontraría Michener muy cambiada la situación?

Cambiada, sí, aunque no todo lo que hubiera sido deseable, ni mucho menos. Si bien es cierto que Editorial Planeta, con su colección Espejo de España, iniciada en 1973 -a los cinco años de publicado el libro de Michener-, marcó una nueva pauta en este terreno, insistiendo su director, Rafael Borrás, sobre la inclusión en cada caso de un índice onomástico, la gran mayoría de libros de tipo histórico y biográfico siguió publicándose hasta hace poco tiempo sin tan imprescindible instrumento de trabajo. Y hoy existe en este terreno todavía una despreocupación editorial alarmante.

Entre las recientes publicaciones que hemos consultado, y que carecen totalmente de índice onomástico, figuran importantes libros, como Max Aub, Conversaciones con Buñuel (Aguilar, 1985); Carlos Rojas, El mundo mítico de Salvador Dalí (Plaza y Janés, 1985); José Luis Cano, Los cuadernos de Velintonia. Conversaciones con Vicente Aleixandre (Seix Barral, 1986); Vicente Aleixandre, Epistolario, selección, prólogo y notas de José Luis Cano (Alianza Tres, 1986). Son casos de libros abarrotados de nombres propios y llenos de interés biográfico, pero que sin índice onomástico resultan prácticamente inútiles para la investigación. ¿Cuántas veces se refiere Aleixandre, en sus conversaciones con Cano, a Rafael Alberti, a Bergamín, a Pedro Salinas, si es que se refiere a ellos? Hay que leer todo el libro para saberlo. Buñuel, ¿qué nos cuenta o inventa de Lorca en estas densísimas páginas? Vaya usted a saber... o a leer todo el libro. ¡Qué lata y qué despilfarro de tiempo!

Confirma esta impresión, bastante desconsoladora, una rápida ojeada a los libros que se encuentran actualmente en las mesas de las librerías. La colección de Editorial Planeta Al Filo del Tiempo, dirigida por José Pardo, tiene por lo menos dos libros en el mercado sin índice onomástico: Rock Hudson y Sara Davidson, Rock Hudson. Su vida, y Roger Vadim, Bardot, Deneuve, Fonda. Me cuesta trabajo creer que las ediciones originales se publicaron sin índice. Otros cinco libros muy necesitados de índice onomástico carecen de él: Marie Petit, La terapia Gestalt (Editorial Kairos, 1986); Antonio Navalón y Francisco Guerrero, Objetivo: Adolfo Suárez (Espasa-Calpe, Madrid, 1987); Kitty Kelly, A su manera. Biografía sin autorizar de Frank Sinatra (Plaza y Janés, 1987); Mercedes Salisachs, Derribos (misma editorial, 1987), y Luis Sánchez Agesta, La democracia en Hispanoamérica (Rialp, 1987).

Pero hay excepciones. Las Memorias de Francesc Cambó (Alianza, 1987) tienen índice onomástico, así como todos los títulos de Editorial Crítica y los de la colección Documento de Editorial Planeta. Y una reciente edición de La arboleda perdida (Seix y Barral) ostenta, por fin, índice onomástico, que le faltaba, yo diría imperdonablemente, en tantas ediciones anteriores, pese a ser el mejor libro de memorias de la generación de 1927. Cuando pasamos a los libros de historia, la Historia de España de Alfaguara ofrece a los lectores un índice de nombres (menos en el caso del tomo IV: Gonzalo Anes, El antiguo régimen: los Borbones, sorprendentemente). La serie, con el mismo título general, de Labor, dirigida por Manuel Tuñón de Lara, es superior en este aspecto, sin embargo, pues cada tomo tiene, además de índice onomástico, uno toponímico. Pero, que yo sepa, ninguna editorial de colecciones de historia ha pensado en la conveniencia de añadir un índice analítico.

De hecho, el índice analítico, corriente en el resto de Europa, llama la atención por su casi total ausencia en los libros españoles. Ausencia que los editores dan la impresión de creer suplir por la inclusión del que se suele llamar índice general, que no es más que una lista de los títulos de los capítulos y, en su caso, de los subtítulos de cada capítulo.

Pesquisa

El único libro que he encontrado -en pesquisa de varias horas- con un índice analítico como Dios manda es K. P. Popper, Conjeturas y refutaciones. El desarrollo del conocimiento científico (Ediciones Paidos, segunda edición castellana, 1983): fabuloso índice analítico a dos columnas, al estilo de la gran mayoría de los libros europeos y norteamericanos, y que el editor español ha tenido la sensatez de respetar. Pero, en la misma colección, el libro de James W. Vander Zanden Manual de psicología social, que precisa un índice analítico, sólo tiene uno general, totalmente insuficiente, y ni ofrece un índice onomástico. ¿Cómo explicar tan flagrante discrepancia dentro de una misma colección?

Todo ello demuestra que ni los editores ni los escritores españoles tienen las ideas claras en este terreno. Los índices son imprescindibles para que el libro no novelesco sea realmente útil. Tienen que ver con el nivel de cultura de un país. Además, es una descortesía hacia el lector venderle un libro que luego resulta deficiente como obra de referencia.

La culpa la tenemos, en primer lugar, los escritores. Habría que insistir, a la hora de firmar un contrato, en que el libro tenga por lo menos un índice onomástico. En cuanto a los índices analíticos, que tanto escasean en España, editores y escritores deberían darse cuenta de que cualquier libro serio, de contenido biográfico, científico, etcétera, es incompleto si no tiene esta deferencia para con el estudioso. Ello requiere tiempo y cuesta dinero, de acuerdo; pero, planeado de antemano, no hay razón para que, en beneficio del libro mismo y de la cultura, no sea normal ofrecer este aliciente al lector.

En definitiva, Michener se encontraría hoy con una situación confusa, aunque algo más adaptada que antes a las necesidades de una sociedad donde tanto se habla de modernización. Además, se habrá desilusionado ya, si es que lo sabe, que en la reciente edición española de su gran Iberia (Grijalbo, 1986) se ha suprimido totalmente el magnífico e imprescindible índice onomástico y analítico de la edición norteamericana. ¡Iberia sin índice! Parece mentira, y da la impresión de que el editor no ha leído la página donde el autor habla precisamente de esta fundamental deficiencia de los libros españoles. Ahora resulta que la edición española del libro de Michener no sirve para la rápida y esporádica consulta que él deseaba. Ironía entre ironías en un país que a veces sigue siendo decepcionantemente diferente.

lan Gibson, ensayista, es especialista en la obra de García Lorca.

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