Cenizas de un centenatio
Pertenezco a una generación de arquitectos que fue convertida por Alejandro de la Sota al evangelio de Mies. Teníamos 20 años, e, ignorábamos todo sobre nuestro futuro oficio. En la Escuela de Arquitectura de Madrid, De la Sota se preocupó de iniciarnos en los secretos del gremio, desvelándonos que lo que ingenuamente creíamos una profesión era realmente un culto, congregado en torno a un profeta alerinán que hablaba en aforismos.Dibujábamos los pilares de la Galería Nacional de Berlín, la última obra del maestro, con la atención reverente de un copista de códices, y descubríamos en la exactitud geométrica el placer implacable de la teología. Aquel espasmo matemático o carnal engendró una arquitectura madrileña minimalista, estricta y rigurosa, que los catalanes gustaban de contrastar con su pansensualismo mediterráneo, sensato y efusivo. Si de fervor miesiano tan sólo se tratase, el pabellón de Barcelona se habría reconstruido en el parque del Oeste, sustituyendo a las ateridas palmeras del templo de Debod.
Los años posteriores serían severos con el arquitecto. Robert Venturi se convirtió en el apóstol de la complejidad, dictaminando que el "menos es más" de Mies debía ser reescrito como "menos es más aburrido", y Charles Jencks, el crítico que puso en circulación la etiqueta posmoderna, mostró las contradicciones del platonismo miesiano en las descompuestas esquinas interiores del edificio Seagram; sólo los fundamentalistas italianos seguidores de Rossi -gente, a fin de cuentas, de principios- seguían teniendo al creador del rascacielos de vidrio por maestro, mientras el resto del mundo lo hacía responsable de la trivialidad uniforme de los edificios de oficinas en cualquier gran ciudad. Nuestra generación pasó de la veneración a la perplejidad, y de ahí a una suerte de hastío indiferente.
La conmemoración del centenario de su nacimiento prometía insuflar oxígeno a un culto desfallecido. Los críticos más imaginativos rescataron episodios de la primera etapa de su carrera en Alemania que se adaptaban mejor al paladar contemporáneo que el Mies de Chicago, constructor de la imagen canónica de las grandes corporaciones. Así se difundieron el Mies premoderno de las primeras obras, el de las casas de ladrillo, el influido por De Stijl o el Mies lírico y abstracto de los dibujos anticipatorios.
Sin embargo, el tono de la eféméride lo marcaría el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA), depositario del archivo del arquitecto y antaño santuario principal de la internacional moderna, que despachó el embarazoso compromiso con una exposición descuidada y anodina. A la hostilidad pública hacia sus prismas impecables -por aquellas fechas fue definitivamente rechazado su proyecto póstumo de rascacielos en la City de Londres- se sumó la apatía rutinaria de los sacerdotes de la cultura artística, y el año se cerró con sabor a ceniza. Entre los frutos agridulces de¡ centenario miesiano se encuentra la exposición que ahora visita Madrid, dedicada a su arquitectura y sus discípulos. Para los que lo fuimos de manera indirecta resulta de una exacta pertinencia el que sea su seguidor más pertinaz y su intérprete más inteligente el autor del montaje de esta expsición. Es posible aborrecer a Mies van del Rohe, pero resulta difícil no amar la obstinación de Alejandro de la Sota.
Babelia
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